C’mon C’mon, de Mike Mills

Johnny ya no vive aquí: la orfandad… ah, y Nueva York

David Guzmán Quintero

cmon

 ¿Algún día una buena película en blanco y negro podrá ser reconocida como una buena película por las grandes masas, a pesar de ser en blanco y negro? Constantemente grandes películas de los últimos años, como Roma (2018) o la filmografía de Béla Tarr, han sido víctimas de un prejuicio masivo, un calificativo que va algo como: “esas películas de cuatro horas en las que nadie habla.” Ello tiene que ver con que el blanco y negro dejó de ser “aceptable” en algún punto (a partir de los ochenta, más o menos). Ya el color no es una herramienta narrativa de eventual uso, es un requerimiento, por lo que no le damos a una película el beneficio de la duda y pensar en si tal vez el blanco y negro tiene una función expresiva particular en equis relato. Es tan así que, aunque El abrazo de la serpiente (2015) se sirviera del blanco y negro para realzar la belleza en las texturas de la vegetación selvática del Amazonas, fue todo un lío hallar una distribuidora que tomara la película.

En fin, todo lo anterior fue algo que pensé mientras veía C’mon C’mon (2021), pero no es su caso.

Ahora sí, lo que nos atañe.

Mike Mills se ganó cierto afecto por algunos sectores de la audiencia con Mujeres del siglo XX (2016), que es una suerte de collage de algunos eventos (aleatorios, en alguna medida) protagonizados por una madre que intenta sacar adelante a su hijo adolescente. Es la madre contra la adolescencia (fiesta, drogas, alcohol, amores). Ahora hace una película, tal vez igual de optimista, pero ya es el padre (que en la película le llamamos “tío”, pues el verdadero padre se mantiene al margen del argumento y solo es traído a colación en flashbacks) contra la infancia de Jesse, que, aunque maduro en algunas partes, en otras, con sus berrinches y caprichos, se suma a la interminable lista de niños puestos en pantalla con el único propósito de que nos disgusten y que los jóvenes cada vez se sientan más convencidos de que no quieren tener hijos.

¿Recuerdan cuando Barton Fink entra por primera vez a la oficina de Jack Lipnick y este le exige una película que tenga un romance o un niño, un huérfano? Bien, Mills le hizo caso al señor Lipnick. Al parecer, Mike Mills quiso retratar una línea directa que atraviesa al tío Johnny (que perdió a su madre, que es la misma de Viv, madre de Jesse) y a Jesse, que teme volver a casa, pues no tiene buena relación con su madre. Esta línea es realzada por un alter ego de Jesse, que interpreta a un huérfano por las noches. La razón de ser de esto desemboca en un diálogo que tiene Jesse con Johnny cerca al final de la película, esta escena tiene el mismo propósito de los testimonios que se atraviesen esporádicamente en la película y el jazz nostálgico de la música extradiegética: hacer del relato una sensiblería empalagosa.

Parece que después del Guasón, Joaquin Phoenix necesitaba un papel que pudiera preparar en una tarde. Y no, no es un mal papel, solo que, si alguien quiere ir a ver la película buscando un personaje tan impactante como su Guasón, es mejor que no pierda el tiempo, pues Mike Mills en lo que nos introduce es un relato insignificante, sin ningún grado de importancia en alguno de sus acontecimientos, ni siquiera en los familiares, que podrían haber tenido una trascendencia de verdad. Sin embargo, por la mitad de la película, mientras ven un cepillo de dientes que canta, Johnny pierde de vista a Jesse, el niño desaparece, Johnny lo busca, pregunta por él, pero, de repente, Jesse sale y asusta a Johnny. Uf, qué alivio, todo fue un truco, por poco la película se pone interesante. Y es que, si bien es un drama íntimo que se desarrolla al interior de una familia, primero, nada está condensado, y segundo, estas dos ocasiones en las que se pierde Jesse, están arbitrariamente puestas allí para generar tensión en un relato completamente plano.

Sin embargo, sabemos desde el principio que la estadía de Jesse con el tío Johnny es temporal, que eventualmente tendrá que volver y afrontar la vida con su madre. Cuando llega la hora, afortunadamente, el tío Johnny tiene un monólogo que justo leyó en Facebook y lo alienta a reconocer y aceptar sus estados de ánimo. Si tan solo la publicación le hubiese salido al tío Johnny una hora antes, C’mon C’mon habría sido un gran cortometraje.

Bien, esta parece una película sobre las dificultades de ciertos niños para adaptarse, ¿no? Pues, no tan rápido. Mike Mills le da un peso importante al espacio, a la ciudad, a Nueva York. Nos la muestra constantemente mediante el juguete de moda: el dron. Directores como Kenneth Brannagh en Belfast o el mismo Mills en C’mon C’mon han insistido vehementemente en el uso estrafalario de este para planos aéreos incorporados a regañadientes en una película y poco responden al desarrollo congruente de una estética. Pero esta Nueva York tampoco se condensa, por un momento es una íntima como la de Manhattan (1979), en otro es la eléctrica de Shadows (1959).

(A propósito de Shadows, a Mills no le vendrían mal algunos Cassavettes si es que quiere seguir por esta línea familiar. Si algo nos enseñó Cassavettes fue una forma ética —o sea, estética— de abordar la intimidad, la camaradería, la familia, la crisis. Y es que todo parte del interés. Cuando un director está interesado en lo que cuenta, hace Una mujer bajo la influencia; cuando no, hace C’mon C’mon).

Probablemente el primer párrafo de este texto sí tiene una razón de ser después de todo. El blanco y negro es un arma de doble filo. Por un lado, es verdad que las buenas películas a blanco y negro son descartadas de antemano por el público más amplio, sin embargo, este prejuicio de decir que una película a blanco y negro en estos tiempos ya es cine arte o algo así, hace que se privilegie un cine (muy mal llamado) intelectual, y un Mike Mills opte por creer que puede hacer una película completamente banal, pero que adquiere valor artístico por desaturar la imagen fortuitamente.