Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar

Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar

Ni los Hunos ni los Hotros

Andrés Upegui

1568699088_672456_1568699708_noticia_normal

Miguel de Unamuno -siempre lo dijo- fue un cristiano agónico, en el sentido etimológico de la palabra: del griego agon: lucha, pelea, guerra, tragedia, contradicción, pero también en el sentido propio de un cristianismo agonizante, en permanente riesgo de perderse, de morir. La imagen frente al crucifijo del viejo Unamuno en sus últimos meses de vida, torturado, sufriente, atormentado, con el alma hecha pedazos, lo muestra tal como era.

Sin embargo, La agonía del cristianismo (título de uno de sus más famosos ensayos) unamuniano radica en la profunda incertidumbre, la duda permanente, la “incredulidad” que subyace en todo creyente. Unamuno siempre se identificó con aquel padre del muchacho endemoniado que le suplica a Cristo que cure a su hijo y Cristo le responde: “Todas las cosas son posibles para el que cree. Al instante -dice el evangelista Marcos- el padre del muchacho gritó: “¡Creo; ayuda mi incredulidad!”, y Cristo, admitiendo su poca y agónica fe, cura al muchacho, exorcizándole el demonio. (cfr. Mac 9, 14-29).

El sentimiento trágico de la vida (título de su obra más famosa) de don Miguel de Unamuno nacía de aquella profunda contradicción (heredada tal vez de su maestro protestante Sören Kierkegaard) entre razón y fe. Aquello que mi fe afirma mi razón lo niega y viceversa, sostenía. Por eso, no se cansó de repetir que era un hombre paradojal y por eso mismo se consideraba como un creyente ateo (Cfr. Oración del ateo, San Manuel Bueno Mártir, etc.); Pero, como bien señala Joseph Ratzinger (Cfr. Introducción al Cristianismo), lo que iguala al creyente con el no creyente es precisamente la “incredulidad”, la duda: el creyente mira al ateo  y piensa: “y si quizá aquel tuviera razón” y al contrario, el ateo mira al creyente y piensa lo mismo.

Ahora bien, hay muchas formas de ser cristiano, tantas como cristianos. Cada cristiano tiene su forma particular de creer, condicionada por su situación cultural y social. En la película Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar (2019), podemos apreciar claramente la forma agónica y torturada del intelectual Unamuno y la forma segura, sin muchas contradicciones, armónica entre fe y razón, cercana a la llamada “fe del carbonero”, del político y militar Francisco Franco y de su esposa Carmen. Sobre esto último vale la pena resaltar como Amenábar es profundamente respetuoso y no se ha dejado llevar por las pasiones partidistas e ideológicas, al mostrarnos un Francisco Franco complejo, verosímil, que escapa a los millones de clichés maniqueos a los que nos tiene acostumbrados el cine y la mentalidad común, hoy hegemónica. La duda, la incertidumbre del Franco de Mientras dure la guerra no se sitúa como la de Unamuno en el interior de su alma y de su fe sino más bien en el exterior, en el plano de la acción, en este caso política y militar. Franco no duda, como Unamuno, que Dios exista, sino que duda si su acción política este o no acorde a la voluntad divina.

Sin embargo, el Franco cristiano de Mientras dure la guerra (quizá también del real e histórico, eso solo Dios lo sabe) terminará por apagar su duda y llegará la conclusión de creerse el elegido de Dios, el hombre providencial, el portador de la espada flamígera de San Miguel Arcángel, comandando las huestes celestiales en combate contra los demonios liberales, comunistas y anarquistas. Imbuido, pues, de una especie de mesianismo militar, reducirá su fe a una política, a una guerra, a una cruzada, confundiendo así los dos Reinos, el de este mundo y el del otro y las dos espadas, la militar y la religiosa. Desconocerá, pues, el mandato tajante de Cristo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mat. 22, 21), pero también aquel otro de: “no sea que al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo” (Mat. 13, 29).

Esta conjunción entre política y religión, entre Dios y el César, y este deseo de suprimir de una vez por todas el mal en el mundo, ha sido el problema político central de toda la historia humana y el cristianismo no ha sido ajeno a este maridaje explosivo. Todas las religiones y facciones políticas no cristianas desconocen esta separación entre el reino de este mundo (la política) y el reino del otro mundo, el de Dios (la teología). Tanto las religiones paganas o no cristianas (Egipcios, Babilónicos, Griegos y Romanos, Musulmanes, Judíos, etc.) como las políticas laicistas y ateas poscristianas (liberalismo y comunismo) caen en esa misma tentación de juntar política y teología, que en ultimas consiste en confundir el reino de este mundo con el del otro, confusión que se origina en una misma idea: creer que es posible establecer el Paraíso en este mundo. Paraíso que adquirirá entonces un sinnúmero de formas: Paraíso musulmán, Paraíso nazi, Paraíso catofascista, Paraíso comunista, Paraíso fiscal, Paraíso del supermercado, Paraíso consumista, etc. etc. En último término, esta teologizacion de la política, esta inmanentación de lo trascendente, esta confusión entre el plano natural y sobrenatural que separó Cristo, no es sino el verdadero rostro del Totalitarismo.

Todo totalitarismo, tanto de izquierda como de derecha, ateo o creyente, consiste en adelantar una misión religiosa mediante la política, olvidándose que la fe es asunto de la gracia, es decir, un asunto en primer lugar de Dios, y solo posteriormente de los hombres. Por supuesto los hombres -especialmente si son cristianos-, deben desarrollar una acción política que permita propiciar unas condiciones en las cuales sea posible no solo la presencia sino también el desarrollo de la fe y la gracia. Pero estas no tienen como causa la actividad política y militar del creyente sino la acción divina que, como el viento, sopla donde Dios quiere no donde nosotros quisiéramos.

El cristiano debe pues propiciar unas condiciones materiales e históricas en las cuales pueda aparecer libremente la gracia, pero él no puede ser su causa. Esa pretensión de imponer el cristianismo por medios políticos y culturales, incluso manu militari, es no solo demoniaca sino sencillamente contraproducente, pues lo que desencadena es una aversión contra la fe cristiana y contra su Iglesia. La prueba de ello es precisamente la España posfranquista: gracias al franquismo,  y no propiamente al comunismo, es que España pasará de ser una de las naciones más católicas de Europa, a una de las sociedades más descristianizadas y anticatólicas del mundo.

Pero volviendo a la película. Frente a la figura del intelectual Unamuno, Amenábar pone las figuras tanto del intelectual de izquierdas (Santiago Vila) como la del antintelectual fascista (Millán Astray). Aquí precisamente se hace necesario poner de presente (Amenábar no lo hace) que paradójicamente, el paradójico don Miguel de Unamuno fue un intelectual radicalmente antintelectual, simplemente porque fue un verdadero intelectual. Don Miguel, como Sócrates, odiaba al sofista, es decir aquel que posando de intelectual usa las ideas para su propio beneficio, como un medio para adquirir poder, fama o dinero. Es decir, aquellos seudointelectuales o ideólogos que usan los asuntos espirituales con fines materiales y políticos. La vanguardia de este “Partido Intelectual” (como solía llamarlo Charles Peguy) han sido los ilustrados liberales, los anarquistas y comunistas, generalmente laicistas o ateos, que se creen, al igual que Franco, “iluminados”, pero en su caso no propiamente por Dios y la Providencia sino por el llamado “verdadero sentido de la Historia”. Y es de esta coincidencia entre intelectuales de izquierda y antintelectuales de derecha de lo que finalmente el Unamuno de Amenábar terminará por darse cuenta. Ambos son en realidad las dos caras de una misma moneda: la del totalitarismo.

Ahora bien, en el fondo, si miramos con algún detalle, la coincidentia opositorum entre el fascismo de izquierda y el de derecha radica en el ateísmo. Otro de los grandes aciertos de Amenábar está en mostrarnos que Millan Astray, a pesar de las apariencias, era un ateo. Es el arquetipo del fariseo, del sumo sacerdote Anás, del Gran Inquisidor dostoievskiano, que ha perdido su fe pero utiliza la religión, el poder del espíritu con fines seculares y profanos, es decir, políticos. Y aquí cabe preguntarse: ¿dónde está el pecado de Franco? Su pecado no es carecer de fe, sino decidirse aliarse y utilizar a estas fuerzas anticristianas fascistas como su gran maquinaria de guerra, sabiendo de antemano que su carencia de fe es también carencia de escrúpulos morales, pues como dice el mismo Dostoievski, “Si Dios no existe, todo les está permitido”. Pienso que Amenábar nos da suficientes señas para percatarnos de que Franco desprecia a hombres como Millán Astray porque sabe que no es hombre de fe, pero opta por acogerlos en sus filas porque los puede utilizar como medio ilícitos para alcanzar sus fines que él cree lícitos. En esta medida la guerra que él considera justa, se convierte en una guerra profundamente injusta.

Por otra parte, es indudable que un paleofascista fariseo (perdón por la redundancia) como Millán Astray, que odia las ideas porque al carecer de ellas envidia a quien las tiene, cree ver en todo intelectual a un seudointelectual de izquierda y confunde, entonces, a Unamuno con uno de ellos; sin embargo, este no es el caso de Carmen Polo de Franco quien, por el contrario, reconoce en el gran rector salmantino a un verdadero hombre del espíritu, convirtiéndose así en otro de los personajes más desconcertante pero mejor perfilados de la película.

Por último, otro que desconcierta es el mismo director Alejandro Amenábar, quien esta vez no se dejó guiar por el odium christianorum de la malograda Ágora, sino que sorpresivamente y a pesar de no ocultar la predilección por el intelectualismo y la política de izquierda, fue capaz de penetrar hasta dejarnos reconocer de manera respetuosa las profundidades teológicas que subyacen en toda cuestión política y permitirnos apreciar la imagen de un verdadero cristiano que, como don Miguel de Unamuno, alcanzó a vislumbrar en medio del terror de la guerra que los cristianos, en materia política no estamos –como escribió don Miguel- “ni con los Hunos ni con los Hotros”, porque nuestro Reino no es de este mundo.