Taxi Teherán, de Jafar Panahi

¿Realismo sórdido?

Oswaldo Osorio

taxi

Hay películas en las que el contexto y condiciones de su realización son más intensos e interesantes que su propuesta misma. El arresto domiciliario (no salir del país) y la prohibición de no hacer cine por veinte años proferidos contra el famoso cineasta iraní Jafar Panahi, así como su sistemática burla a esta última imposición, son ya circunstancias bien extremas y llenas de connotaciones que superan lo simple y un poco obvio que es su último filme.

El director de El globo blanco (1995) y El círculo (2001) ha fundado su obra en historias que describen con elocuencia la sociedad iraní y no dudan en cuestionar las injusticias del régimen y las tradiciones mismas de su país. A pesar de su condena en 2010, ya ha hecho dos películas co-dirigidas con colegas, una de ellas sobre su propio proceso judicial titulada Esto no es una película (2011).

En esta tercera desafía más abiertamente la prohibición, pues la dirige solo, e incluso la protagoniza. El ardid usado resulta ciertamente ingenioso. Trabaja como taxista y graba a los pasajeros que se suben al vehículo. Con esto se ahorra las locaciones y todo el equipo de producción, reducido a las cámaras dispuestas en el taxi. El carácter del material registrado ya es un poco más complejo, pues la relación entre realidad y ficción, así como entre personajes y personas se mezcla de forma intrigante.

Lo intrigante está en que no se sabe si lo que se está viendo es un documental o una calculada puesta en escena. La naturalidad con que van subiendo e interactuando los pasajeros (al parecer la usanza es compartir el taxi), así como la ilación de los diferentes temas sobre la cotidianidad de la ciudad o las restricciones del régimen, permite una fluidez y continuidad que hacen de la película un relato siempre atractivo y envolvente.

No obstante, cuando se van sumando temas como las reglas impuestas para hacer una película, la discusión sobre la pena de muerte, la falta de libertades, la represiva justicia estatal, entre otros, se hace evidente que todo está en función de una agenda política e ideológica definida por el cineasta y consecuente con la posición crítica que ha tomado en toda su obra. Los diálogos y personajes, entonces, empiezan a verse claramente planificados e, incluso, molesta un poco la obviedad y reiteración de los tópicos y críticas.

Es por eso que, finalmente, la película no tiene nada de sugerente. Lo que empezó como un ingenioso recurso para burlar la prohibición de hacer cine, terminó siendo un tinglado, montado con economía de elementos, para de nuevo retratar esta sociedad y al régimen, pero esta vez sin sutilezas ni la poética propia del cine.

También es cierto que es una película que debe juzgarse a partir de sus limitaciones, las cuales la hacen una obra tremendamente valiente que insiste en la denuncia y el amor por el cine. Eso fue lo que le premió el Festival de Cine de Berlín.  Y eso es lo que, en últimas, quedará cuando la película y las circunstancias de su creación terminen, con el tiempo, siendo una sola cosa.