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Esperanza Fierro se recuesta en la silla de su peluquería y pide que la maquillen. Una de sus empleadas se apura y empieza a taparle con polvo y sombra las lágrimas que se le tallaron en la cara. “Apúrate mujer que me van a tomar una foto y si mi hija Diana me ve en el periódico, quiero me vea bonita”, dice.
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Diana, hoy tendrías 33 años y el 16 de noviembre te harían una fiesta sorpresa para celebrar tus 34 años. Tu mamá compraría la torta y apagarían juntas las velas. Vivirías en Lérida junto a ella o en Ibagué con tus hermanos. Tal vez ya estuvieras casada y elegirías Cartagena para ir de vacaciones. Tal vez todavía recuerdes la tragedia, el abrazo que tu mamá te dio para soportar juntas la paliza del lodo, y que luego te soltaste, que apareciste y que una señora del barrio se ofreció a cuidarte y no te cuidó. Tal vez recuerdes los días de piscina en el club y que tu hermano y tú se escondían debajo de la cama a comer papitas. Tu mamá dice que amaba esos días.
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La peluquería de Esperanza es una de las más famosas de Lérida, Tolima, a 15 minutos de Armero, el de siempre. La dirección para llegar no es con nomenclatura. En el paradero de taxis y en la plaza de mercado saben dónde es. No hay pierde. La historia de esta mujer de 1,65 de estatura, tez morena, 56 años, podría empezar por los días felices en la peluquería, pero no, el inicio se lo sabe de memoria, cual libreto, dice que lo recuerda todo y por eso su relato empieza en aquel 13 de noviembre de 1985, cuando una avalancha borró del mapa a Armero y dejó cerca de 25.000 muertos y otros miles de sobrevivientes, entre esos, ella.
Es la noche de ese 13 y Esperanza acaba de llegar de su trabajo en el Club Campestre. Les regala a sus hijos Diana y Jovany un paquete de papitas y luego habla por teléfono con Noel, su esposo, que está en Cali. No escucha ninguna advertencia ni alarmas, por eso se pone a coser un vestido para un bautizo. Pasadas las nueve, acuesta a sus pequeños y se acuesta.
“Desde la cama escuché un parlante de un carro que decía que no fuéramos a salir. Sin embargo, me asomé por la ventana y vi llover arena. Al rato me golpearon muy duro la puerta, como quien quiere tumbarla, y era un vecino que gritaba: ‘corraaaaaan, corraaa Esperanzaa, salgaaaan, salgaaaann, se vinoooo el volcán, corraaaan’. Desperté a mis niños y a mi mamá y arrancamos. Mi papá me dijo que no, que no iba con nosotros, que igual eso nos iba a matar y se quedó en la cama. Cuando llegamos a la esquina de la casa vi venir la avalancha”.
Esperanza abraza a Diana —la acurruca en el pecho— y a Jovany lo agarra de la mano, la mamá se aferra a su brazo. Y lo que Dios quiera, piensa. A los segundos, la avalancha los golpea e inevitablemente se sueltan. Mientras el lodo los arrastra, Esperanza oye gritar a su niña que dice: ‘mami, mami, dónde estás’. Eso fue lo último que le escucha a su pequeña. Y la mujer fuerte de 26 años, aferrada a la vida, comienza a nadar en el lodo, sube y baja, y baja, y el lodo la tapa y ella se limpia los ojos como puede y logra respirar y otra vez el lodo se la traga. Hasta que siente un nuevo golpe y queda sentada. El mundo se detiene.
Justo cuando todo se detiene, comienzan los lamentos, los mismos que Esperanza hoy repite como si fuera esa noche. Imita la angustia, adivina los ademanes de quienes se quejan y entonces, sentada en la puerta de su peluquería, saca fuerzas para recordar las oraciones de quienes estaban enterrados junto a ella.
“Me dormí enterrada en el barro rezando a todo pulmón el Salmo 91: “El que vive bajo la sombra protectora del Altísimo y Todopoderoso, dice al Señor: Tú eres mi refugio, sí señor, ¡Tú eres mi refugio!”, repite Esperanza: ¡Tú eres mi refugioooo!.
Pasaron dos meses y medio para que Esperanza saliera del hospital. El diagnóstico final fue de nueve costillas fracturadas, una herida en la cara, la espalda quemada y un hueco en la pierna en el que cabían 13 cucharadas de azúcar. Eso cicatrizó. Sin embargo, el diagnóstico real no fue tan rápido de curar y fue en la puerta del hospital cuando su tragedia volvió a empezar al revisar sus cosas y verse con una caja llena de pijamas. Sin más.
Su esposo Noel encontró en un hospital a su hijo Jovany. Esperanza cuenta que este hombre lo buscó de hospital en hospital por todo Tolima hasta que lo encontró llorando y todavía con algunas heridas.
A Diana también la buscó. Se suponía que estaba bien. “Un día después de la tragedia, a mí me llevan para Cambao y allá me preguntan mi nombre: ‘Me llamo Esperanza Fierro’. Me dijeron que si yo tenía una niña de nombre Diana Marcela Fierro. Les dije que sí. Y me dicen que ella había dicho que su mamá se llamaba Esperanza, que el papá se llamaba Noel y que su hermano era Nan, así le decía. Me dijeron que estaba sana, que solamente tenía una herida en la ceja, que no tenía sangre, que era solo un rasguño, pero luego me remitieron a Girardot por la cantidad de heridas que tenía y no me la dejaron llevar, entonces se la dejé encargada a Omaira, una amiga —mi esposo apenas estaba tratando de localizarme— por eso le dije a ella que me la cuidara. Y nunca más, nunca más, volví a saber de mi hija”.
Los días comenzaron a pasar lentos, muy lentos. Consiguió que una cuñada la dejara vivir en su casa y ahí las penas se evidenciaron: Esperanza no tiene ropa. Esperanza no tiene plata. A Esperanza su esposo la deja, carajo, la deja. A Esperanza la cuñada la echa de la casa. Esperanza duerme en un parque de Ibagué. Esperanza pide limosna. Esperanza se derrumba y llora. La palabra limosna le duele y la pronuncia sílaba a sílaba: li-mos-na. El mundo se detiene por segunda vez, de un totazo, esta vez sin heridas en el cuerpo, pero sin casa, sin comida, sin ropa y con Jovany de ocho años, de la mano.
Una amiga la ayuda, ¡aleluya!, y los días comienzan a cambiar. Consiguió trabajo de secretaria en Lérida y por eso la palabra trabajo la pronuncia con histeria: ¡Trabajo!. Sentencia que justo ahí, cuando ya tiene plata para comprar la lonchera de Jovany, se da cuenta que su Dios es más grande que todos los Dioses.
Otra vez, de totazo, la vida cambia. Esperanza se volvió a enamorar y quedó embarazada otra vez y otra vez.
“No me he quedado quieta. Había que vivir. Recuerdo que un día pasó por la casa un vendedor de tela de peluche y le compré todo lo que tenía y empecé a hacer peluches, hacia elefantes, vacas, perros y vendía y vendía. Luego puse una vitrina en mi casa y comencé a vender desde mi casa. Llegó un momento en que tenía tres muchachas ayudándome”.
Una casa nueva que le regaló su jefe y una familia también nueva que le regaló Dios. Sus cinco hijos comienzan a estudiar en Ibagué y ella monta una peluquería y una floristería y una venta de peluches en Lérida. En un mismo local hacía todo. ¿Cinco hijos? No es una equivocación, cinco hijos: Jovany y Diana, del primer matrimonio, Ivonne y Érika Paola del segundo amorío, y Jhon. Jhon llega a la casa de milagro. Hoy es un señor de 37 años. Cuando tenía siete sus papás lo abandonaron y como el Dios de Esperanza es más grande que todos los dioses, ella lo acurrucó en su corazón y lo declaró su hijo por los siglos de los siglos y cuatro hijos tengo. Sonríe.
Esperanza se recuesta en la silla de su peluquería y a los cinco minutos las lágrimas desaparecen. Sin penas. Relata que la semana pasada estuvo en el cumpleaños de Jovany, que ella le hizo el almuerzo y que soplaron las velitas, que celebraron la vida.
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Diana, tu mamá advierte que tu cumpleaños será en tres días, que aunque sumas 34, para ella seguirás siendo la niña de la casa, mi niña, dice. Que sí, que claro, que llora cuando el rafagazo de tu ausencia golpea, pero que la fe sigue ahí pendiente de que la reconozcas en el periódico. Mientras eso pasa, carga una cámara fotográfica en la que revisa las fotos de sus dos nietas —tus sobrinas, Diana— dice que tienen tus ojos .
Soy periodista y magíster en Humanidades. Me gusta el periodismo que se hace caminando. El Chocó, la infraestructura y el vallenato son mi ruta.