Un plato de comida puede ser un rejunte de cosas para quitar el hambre o un grito de emancipación. ¿Exagerado esto último? A lo mejor no, sobre todo si se tiene en cuenta que según el estudio que publicó Profamilia esta semana, el 10 por ciento de los hogares colombianos pasó de tener las tres comidas al día a solo una.
Mientras las alertas de organizaciones y los testimonios de voz a voz en muchas zonas del país replican la palabra hambre, hay sitios en Colombia donde la seguridad alimentaria que les entregó la fecundidad de la tierra, sumado a la solidaridad, ha tomado otras dimensiones a raíz de la pandemia.
Cajamarca, en Tolima, y el Golfo de Tribugá, en Chocó, son oasis que ofrecen historias sencillas que reivindican el privilegio de las comunidades de saberse capaces de saciar el hambre de su gente.
Contar la vida de la huerta
Con voz temblorosa al principio, Cielo Báez se encargó de guiar la serie de entrevistas que vieron la luz hace unos días a través de podcasts y que cuentan la historia de una iniciativa espontánea y disgregada de los habitantes de Cajamarca, que incluso mucho antes de llegara la pandemia se encargaban de tejer lazos con algo tan mínimo como un manojo de cilantro y garantizar algo básico: alimento en cada mesa.
Cielo, su hija Ana María y sus vecinas Nohora Yolanda y Erika dieron vida a La Colmena, un proyecto de comunicación comunitaria que surgió a partir de un diplomado que dictó la Fundación para la Libertad de Prensa en Cajamarca hace unos meses y que premió a La Colmena con una beca en Periodismo de soluciones, convencida en el poder y alcance de la historia que quisieron contar.
Las cuatro mujeres, con el apoyo de Carolina Arteta de la Flip, se empeñaron en narrar cómo a través de decenas de huertas, algunas en lugares insospechados como un lote baldío, cientos de cajamarcunos se juntan para sembrar y repartir, día a día, los alimentos a todo quien lo necesita, sin que asome de por medio una sola moneda.
“Antes de la pandemia identificamos que ya existían varias huertas y otras surgieron, precisamente, como respuesta a ese temor de que alguien fuera a pasar hambre. Trabajamos en unas 12 o 15. Hay unas que nos marcaron, como la huerta de María Mora, en un lote baldío, en el casco urbano. Esa ya existía tiempo atrás y fue muy lindo ver esa naturalidad con la que se ayudaban: ‘‘Vecina no se le olvide llevar el cilantro, mire el repollo, vea el pimentón, hagamos una torta de acelga. Siempre como con un esmero para que todos tuvieran lo necesario diariamente”, cuenta.
Incluso los vecinos del barrio redescubrieron El Bosque la importancia de ese tejido comunitario que habían armado. “Cuando les tocó encerrarse y salir de a uno a buscar los alimentos se dieron cuenta que en esa esquina se reunían a veces 20 o más a hablar, a estar juntos, y eso era un espacio que ocupaba buena parte de su día”.
Fueron varias semanas en las que Ana María, Cielo, Yolanda y Erika se embarcaron en la aventura de investigar y entrevistar, con una grabadora a la que Cielo, al principio, “le tenía pánico”, cuenta entre risas. Viviendo toda su vida en Cajamarca, por ejemplo, jamás repararon que en el municipio líder en cultivo de arracacha (produce 70.000 toneladas al año), se consume poco este producto. Por eso fue grato ver cómo ante sus ojos se diversificaban las huertas para sacar adelante hasta 25 productos diferentes.
Antes de despedirse, cuenta Cielo emocionada que esta semana salió al aire en el canal de La Colmena en Youtube, un nuevo informe en el que su hija Ana María explica los retos de las mujeres de esa tierra atendiendo la educación de sus hijos en casa. Promete que para la próxima conversación podrá anunciar que La Colmena ya tienen cámara propia para narrar las historias.
El paraíso aguarda
Un plato con albacora, aliñado con ajo, pasadito por el sartén con aceite de oliva, acompañado por ensalada y jugo de borojó, espera por don Adriano Fernández Perea después de que concluya algunas diligencias y se siente a disfrutar lo que salió “de la mina de oro que Dios nos dio”, dice riendo.
Don Adriano vive del turismo en las cabañas de playa Terco, tal como lo hace la mayoría en Nuquí y parte del Golfo de Tribugá, de manera directa o indirecta.
Ese turismo que hace meses no existe pero que no ha impedido que los habitantes del Golfo aguarden, con el estómago lleno, la apertura del paraíso para los visitantes.
“Aquí la vida siguió normal, solo que sin un peso (ríe). Pero el 60 % de los nuquiseños que son pescadores, siguieron pescando, y los demás se dedicaron en cuerpo y alma al pancoger. No circula la plata, pero sí la comida”, dice.
El 80 % de la población afro en los corregimientos de Jurubidá, Tribugá y Panguí, justo las zonas menos turísticas de Nuquí, posee titulaciones colectivas gracias a la Ley 70 de 1993, es decir, todos tienen su pedacito de tierra donde se producen 5 variedades de arroz, 12 de caña, 5 de borojó, 6 de yuca, 4 de limón, 8 de banano, 8 de papa china, 2 de chontaduro y 4 de maíz.
Ese equilibrio, cuenta Harry Mosquera, presidente del consejo comunitario de Riscales, se traslada al mar, donde los indígenas salen a hacer su faena en Morromico para conseguir solo lo que necesitan. O cerca al río Chori, donde también escarban en busca de una guagua, cuidando siempre cazar solo lo justo.
Sin exceso de demanda por la ausencia de turistas, el pescado, cuenta don Adriano, se ha convertido en la mejor forma de ofrecer soluciones en el día a día. “Al que no logró una buena pesca el compañero va y le regala. Hombre, no te voy a mentir, aquí no es que hayamos pasado propiamente hambre”, dice soltando una carcajada.
Aunque añoran los turistas, cuentan que la mayoría de los habitantes prefiere esperar un poco más para que vuelvan los vuelos. Posición que retrata de cuerpo entero la confianza que sienten en esa tierra de tener buena seguridad alimentaria, trazando un contraste, doloroso si se quiere, con otra región turística: San Andrés, que todos los días lanza gritos de auxilio porque para ellos el cierre de vuelos sí pone en juego la comida, pues solo una tercera parte de la isla, unas 900 hectáreas, son aptas para agricultura.
“Muchos turistas que han venido aquí me llaman, me dicen ‘Adriano lo he pensado mucho, le mando cualquier peso porque sabemos que está dura la situación. No vemos la hora de poder volver. Cuánto diéramos porque la cuarentena nos hubiera cogido allá‘. ¿Verdad que es bonito que le quieran a uno la tierra?”, pregunta sonriendo.
Cajamarca no tiene casos de covid. Nuquí presentó dos casos positivos en el reporte del viernes pasado, de muestras tomadas entre el 2 y 5 de julio, aunque en la región no descartan que el virus haya circulado desde tiempo atrás. Incluso don Adriano cuenta que recién salió de un virus que lo tumbó varios días, pero que la prueba no arrojó positivo para covid.
El Golfo de Tribugá sigue aguardando poder estrenar con lujo su nueva “chapa” como Puerto de Esperanza del planeta, declarado así por la organización internacional Mission Blue al considerarlo uno de los lugares más biodiversos del mundo.
Cajamarca, llamada la despensa agrícola del país, se ubicó en la categoría media en el reciente reporte anual de desnutrición crónica de la Fundación Éxito, “con posibilidad de pasar pronto a una mejor categoría” (satisfactorio y sobresaliente). Esto, en un municipio que en 2017 tuvo una crisis de desempleo, y actualmente el alcalde Julio Roberto Vargas anunció que habría una nueva ola de desocupación a causa del covid, tiene un mérito importante.
Justo ahora, en Nuquí y Cajamarca crece algo que irá a parar al plato de un vecino sin más pago que la gratitud.
10 %
de los hogares del país pasó de tener 3 platos de comida a 1 en la pandemia: Profamilia.