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Al padre Ernesto Gómez Echeverry la vida le alcanzó hasta la madrugada de un jueves cuando la muerte lo sorprendió dormido en la cama en la que solo cabía doblado. Lo atrapó arropado con la cobija que le servía para cubrirse los pies —o la cabeza—, y lo fulminó con un ataque silencioso y certero al corazón.
Esa gélida madrugada del pasado 21 de febrero, el padre Ernesto no alcanzó a realizar el ritual que durante 42 años de sacerdocio cumplió con la fidelidad ciega de un creyente: levantarse a las dos de la mañana, regar las matas y flores, y cambiarles la comida y el agua a los dos canarios que dormían en dos jaulas en la penumbra de la enorme sala.
En el amplio salón enmarcado entre barandales de madera blanca y rodeado de plantas con hojas tan grandes como las orejas de un elefante, aún hay un piano, tres sillones sobre una alfombra y un pasillo de baldosas blancas que conecta la casa cural con el altar de la iglesia principal de Entrerríos. Allí atendió hasta las últimas horas de su vida a todo el que quisiera hablar con él.
Norman de Jesús Cardona Ramírez, un maestro de artes plásticas con el que el padre trabajó durante los últimos 18 años, fue quien tuvo que romper el vidrio y tumbar la puerta de madera para descubrir el cuerpo sin vida del presbítero.
“Los médicos dicen que falleció con la muerte llamada ‘el abrazo del ángel’, es decir, no sintió nada. Es como si se hubiera quedado dormido”, cuenta Norman, y agrega que cuando lo vio en esa cama, ya sin vida, tuvo la misma visión de eternidad que vivió hace unos años cuando el padre Ernesto se iba al Nudo de Paramillo a pasar vacaciones.
“Le encantaba ese lugar y a las 4 de la mañana se levantaba y subía hasta el filo. Allí se le veía en silencio en esa inmensa soledad, como suspendido en una oración”, dice Norman. Agrega que la partida del padre Ernesto dejó un gran vacío en el corazón.
El padre Ernesto llegó a Ituango con la convicción de cumplir aquel mandato bíblico que reza: “un pastor da la vida por sus ovejas”. Fue en 1984 cuando llegó a El Aro, un corregimiento de Ituango que vivió en carne propia la barbarie paramilitar y vio como en 1997 integrantes del Bloque Mineros asesinaron a 17 campesinos, robaron sus reses y quemaron el pueblo.
Dos años después, el sacerdote fue enviado a Santa Rita, otro caserío de Ituango sitiado por el accionar de las Farc y los paramilitares, y entre 1988 y el 2006 estuvo en las parroquias El Carmelo y Santa Bárbara, en este mismo municipio. Durante los 18 años que guió al pueblo itanguino no pudo dejar de ver el dolor de los peores años del conflicto reflejado en el rostro de sus feligreses.
Cansado de la guerra que le minaba el espíritu a su pueblo, el sacerdote decidió actuar: con cada queja recibida por padres adoloridos se iba al monte a buscar a los responsables y desde las montañas trajo secuestrados, desató amarrados a punto de ser fusilados, les habló fuerte a comandantes guerrilleros y paramilitares y recogió muertos que nadie quería recoger.
Francisco Luis Echavarría fue el conductor de una de las volquetas del municipio que tantas veces se internó en las veredas, para recoger los cadáveres de masacres causadas por choques entre el frente 18 de las Farc y las Autodefensas. Hizo parte del grupo de 12 personas que el padre Ernesto fundó y dotó con chalecos anaranjados para reconocerlos por su labor humanitaria.
“Me decía: Francisco aliste la volqueta que vamos a recoger muertos. Salíamos a las 4 de la mañana y no regresábamos hasta no traer al último de los cadáveres. Hubo momentos en los que llegamos a recoger hasta 15 difuntos de una vez”, cuenta Francisco.
Este habitante de Ituango, de piel blanca, baja estatura y contextura gruesa, recuerda esas tardes en las que se encontraban con la guerrilla y los comandantes le decían que no podían ir a sacar los muertos, a lo que el cura contestaba: “Es que usted no me manda. Yo vengo porque hay que darles cristiana sepultura”. Acto seguido ordenaba a sus acompañantes meter los muertos en las bolsas y subirlos a la volqueta. Muchos de esos restos hoy reposan en el cementerio de Ituango como N.N., la guerra no dio tiempo para reconocerlos y no hubo doliente que llorara sobre sus tumbas.
“Una vez llegó y cuando iba a entrar a recoger 14 cadáveres un guerrillero le dijo que el camino estaba minado. El padre respondió que eso no era impedimento y se metió por esa senda. Las Farc delimitaron con marcas las minas y el cura, siempre vestido con su sotana blanca o negra, entró y salió por esa vía y ni una de esas minas le estalló”, dice Francisco.
No faltó un día en que las lágrimas de una madre, el suplicio de un padre, o el ruego de un familiar llegaran hasta la casa cural en Ituango: “Padre ayer bajaron a mi hijo de una chiva”, decía una víctima; “padre se llevaron a mi hermano”, lloraba otra; “padre, van a matar a mi papá”, suplicaba una más, y a todas las consolaba con estas palabras: vamos a ver qué podemos hacer. Por esto ordenó mantener abiertas las puertas de la casa cural las 24 horas, “por si alguien lo necesitaba”; y de no cerrarse nunca, las visagras y las chapas se fueron oxidando.
Al otro día se levantaba muy temprano, se vestía con su sotana y cogía camino, siempre a pie, a buscar a los que los fusiles de los paramilitares o de la guerrilla se llevaron. Cuentan que una vez encontró a una de las víctimas amarrada a un potrero mientras los insurgentes se bañaban en el río y lo vigilaban. Llegó hasta el alambrado y lo desató. Cuando los guerrilleros le preguntaron qué hacía, les respondió que ellos no tenían por qué amarrar a nadie, y salió sin darles más explicación.
En otra ocasión iba a celebrar una misa a una vereda muy lejana. En medio de la trocha le salieron los insurgentes y le cerraron el paso y le increparon: “Padre ojo con lo que hace y dice en la iglesia que se está saliendo de tono”. El padre se arremangó su sotana, llegó hasta la fila de los guerrilleros, estiró sus brazos y abrió paso. “Yo no tengo por qué darles explicaciones”, dijo.
Pasó entre ellos como pasó Moisés entre las aguas del Mar Rojo. Años después le confesaría a Francisco que tras cruzar entre los guerrilleros sintió quemones en su espalda. “Esperaba que me iban a disparar”, le dijo, y solo halló como explicación que al que anda con Dios, nada le pasa.
Y es que en Dios y en la oración encontraba la fuerza, como lo reconoce el actual párroco de la iglesia de Ituango, el sacerdote Carlos Ignacio Cárdenas. “Él encontró la valentía y la fuerza en la oración y en el poder de Dios, por eso nunca le sucedió nada. Infundía respeto por su temple, por cumplir su palabra, por estar siempre del lado de las víctimas y por tratar a todos los grupos armados por igual”, enfatiza el presbítero.
Nadie en Ituango pudo precisar cuántas vidas salvó el padre Ernesto ni cuántos secuestrados trajo de regreso. Lo cierto es que lo último que le atribuyen es la liberación del ganadero Alejandro Piedrahíta Betancur. Estuvo en cautiverio 76 días y por su libertad mediaba el padre Carlos Ignacio, quien en una ocasión le pidió ayuda al padre Ernesto.
El 21 de febrero pasado, cuando el padre Ernesto expiraba en una cama en el cuarto pequeño de la casa cural de Entrerríos, Alejandro Piedrahíta retornaba a la libertad.
Si algo le gustaba al padre Ernesto era quemar pólvora, admirar los juegos pirotécnicos, ver a la gente contenta y ayudar a los más necesitados.
Fue así como hizo la promesa de no almorzar nunca más. Ese día se dirigía a celebrar misa en otra vereda lejana y una familia campesina lo invitó a comer. Al entrar descubrió que no tenían casi alimentos; desde ese instante decidió que no comería al mediodía por el hambre del mundo. Y cumplió su promesa hasta la hora de su muerte.
Así lo cuenta la profesora Virginia Vargas, quien recuerda que a la hora del almuerzo el padre Ernesto acompañaba en la mesa, pero solo se tomaba un tinto. “La verdad él era una persona muy humilde. Por ejemplo, nunca se quitó su sotana y en el cuarto en el que murió le encontraron regalos de camisas y pantalones sin abrir porque hasta que no se gastara unos, no se ponía los otros”, dice la maestra, y agrega que el padre la sanó con sus oraciones de un problema en la columna que le impedía caminar y hasta dar clases.
“Los médicos me decían que no podían hacer nada. A mí me dolía moverme y un día le dije al padre: ayúdeme que no soporto este dolor”. El sacerdote, con la parsimonia de siempre, le dijo que no se preocupara que todo iba a mejorar y hoy, 15 años después de aquel episodio, Virginia se mueve por su pueblo sin algún impedimento o dolor.
Su aprecio por la vida y las cosas sencillas lo llevó a valorar todo lo que tenía alrededor y por eso fue bautizado el “padre maravilla”, porque toda idea que le gustara la calificaba: ¡qué maravilla! Como todo buen hijo del campo amaba la música parrandera, y ver alegre a la gente le animaba el alma atribulada con tantas penas que cargaba de las víctimas. Por eso les hacía las rapichingas (parrandas), y se divertía como niño, entonces se le podía ver, después de misa, montado en una carreta arrastrado por sus compañeros, bajando en un flotador por el río o revolviendo la natilla y tirando voladores, y siempre de sotana.
“En unas fiestas el alcalde de turno prohibió la pólvora porque ‘era derrochar plata’, sin embargo, el comité profiesta le separó cuatro millones de pesos y le dijo: padre, ahí tiene para sus pirotécnicos. Ese día al enterarse que el alcalde bebía en un local más arriba de la parroquia, se fue hasta allá. Se hizo al lado del mandatario y empezó a quemar voladores y a gritar: esto sí es derroche”, dice Gildardo Zuluaga, habitante de Ituango.
Pero así como era de asequible, el padre tenía un carácter tan fuerte como los sermones de su púlpito. Era capaz de suspender una misa para arreglar un asunto que le molestara. Podía quitarse la correa y corregir a un niño desorientado o sacar de una boda a quien interrumpía.
“Un día estaba casando a una parejita cuando llegó el papá de la novia borracho y no dejaba dar la misa diciendo que a su hija la tenían que respetar. Como interrumpió varias veces, el padre Ernesto se quitó los ornamentos de la misa, se arremangó la camisa, encuelló al señor y lo sacó. Cerró las puertas de la parroquia mientras terminaba de casarlos”, cuenta Francisco Luis.
Por su forma irreverente y cariñosa, su temple y su respeto por todos, el padre Ernesto se ganó a todas las comunidades en las que estuvo. El 2 de marzo, día en que terminaron sus novenas, la multitud que lo acompañó a su cripta blanqueada con cal, quemó pólvora, y en el atrio de la iglesia de Entrerríos elevaron globos de helio con una fotografía suya, impresa en papel corriente y con tinta común. “Lo hicimos así para que apenas terminara por ahí, se degradara”, comenta Norman.
Seis días después —mientras recorríamos los pueblos para hacer este perfil—, Norman, el compañero de aventuras, regaños, historias y experiencias por 18 años junto al padre, recibía una llamada que le hizo temblar las manos y le dejó la boca seca, como si le hubiesen metido un puñado de tierra: la foto intacta, sin rasgos de deterioro, acaba de descender en la vereda Olivar del corregimiento La Granja de Ituango. El padre Ernesto volvió a su pueblo, en un descanso eterno, para dejar atrás los días agotadores en que tuvo que arrancarle tantos vivos y muertos a la guerra.