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Cuando la cultura le hace frente a la violencia, la historia de

El espacio se abrió en respuesta a la violencia desatada por los grupos ilegales. Sus gestores apuestan por la autogestión y la parcería.

  • Cristian Álvarez —grafitero y fundador de Casa Loma. Es conocido en el mundo del arte con el nombre de Bicho. FOTO Carlos Velásquez
    Cristian Álvarez —grafitero y fundador de Casa Loma. Es conocido en el mundo del arte con el nombre de Bicho. FOTO Carlos Velásquez
  • David Bermúdez, uno de los fundadores de Casa Loma y productor musical, trabaja con artistas callejeros. Graba sus trabajos y se los entrega sin costo alguno. FOTOs CARLOS VELÁSQUEZ
    David Bermúdez, uno de los fundadores de Casa Loma y productor musical, trabaja con artistas callejeros. Graba sus trabajos y se los entrega sin costo alguno. FOTOs CARLOS VELÁSQUEZ
  • Tráfico es uno de los cantantes venezolanos que han trabajado en el estudio de Casa Loma. Ahora es uno de los docentes del proyecto. FOTO Carlos Velásquez
    Tráfico es uno de los cantantes venezolanos que han trabajado en el estudio de Casa Loma. Ahora es uno de los docentes del proyecto. FOTO Carlos Velásquez
16 de octubre de 2022
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En La Loma —una de las 17 veredas de San Cristóbal—, la historia de la gestión cultural está enlazada a las luchas de los habitantes por contrarrestar la fuerza de los fusiles de los grupos armados ilegales. David Bermúdez, productor musical y pionero de Casa Loma, señala con orgullo la pared verde a su espalda. Escritos con marcador y en varios idiomas, los mensajes de los visitantes destilan admiración por la terquedad de salir delante de estos muchachos. “O mundo precisa conhecer Casa Loma”, escribió en letras redondeadas Geisa, de Río de Janeiro. Y al final trazó un corazón. Martha Reyes, de Honduras, dejó una inscripción similar: “Casa Loma, los llevo en mi mente como un buen ejemplo para mi país”. También hay un autorretrato rápido del historietista Pablo Pérez, Altais. Las cosas no siempre fueron así.

Entre 2011 y 2013, el territorio fue el escenario de desplazamientos forzados y de homicidios. Muchos de los treintañeros que hoy lideran el proyecto cultural crecieron en tiempos en los que las balaceras se desataban porque sí y porque no. Salían rumbo a las escuelas o iban a las canchas entre el silbido de los proyectiles y el temor de cruzar las fronteras invisibles que descuartizaban la geografía.

También, a veces, los profesores no llegaban a los colegios. La violencia era entonces un muro: las noticias de la vereda que se filtraban a Medellín obedecían la gramática y el léxico del periodismo judicial.

El salón está acondicionado con grandes espejos y tiene paneles para las clases de grafiti. Está al fondo del segundo piso de una casa verde: en el primero funciona la sala de velación San Vicente Ferrer. Se sube por una escalera estrecha. Al lado de David están Jesús Rodríguez —cantante venezolano de hip hop conocido en el circuito urbano con el nombre de Tráfico— y Cristian Álvarez, otro de los fundadores y cuya firma en los murales de grafiti es Bicho.

Entre David y Bicho se alternan el relato de los orígenes y las motivaciones de Casa Loma. Cuentan, por ejemplo, que el espacio nació de una agremiación juvenil forjada bajo el cobijo de la Unidad de Víctimas. Fue a finales de 2017 o principios de 2018 que debieron apelar a la autogestión para mantener las puertas abiertas de la Casa. En tal cometido se unieron las voluntades y los sudores de siete colectivos artísticos y comunitarios de la zona.

Ahora en los cuartos y pasillos de Casa Loma tienen su base de operaciones Talla de Reyes, Decon-lab, Lotier, Small dance, Tráfico mc, Zhuka y Conexión irreverente. Allí se ofrecen al final de la tarde e inicio de la noche talleres formativos de fotografía, baile urbano y contemporáneo, producción musical, dibujo y grafiti, además de cursos de liderazgo cultural y social.

También, desde hace dos años, llevan a cabo un preuniversitario destinado a ofrecer herramientas a los artistas emergentes de la vereda para entrar a la universidad. En resumen, el empeño de Casa Loma, la finalidad de sus esfuerzos es el de hacer visible la zona, luego de que la violencia y la geografía la borraran de algunos mapas mentales y sociales de la ciudad. “Estamos en el límite entre la Comuna 13 y san Cristóbal, algo que nos ha hecho invisibles en la ciudad”, dice Bicho.

Tráfico es uno de los cantantes venezolanos que han trabajado en el estudio de Casa Loma. Ahora es uno de los docentes del proyecto. FOTO Carlos Velásquez
Tráfico es uno de los cantantes venezolanos que han trabajado en el estudio de Casa Loma. Ahora es uno de los docentes del proyecto. FOTO Carlos Velásquez

En un tablón de anuncios puesto en la sala de Casa Loma hay rectángulos de papel con mensajes inspiradores. Cosas sencillas y elocuentes. Uno dice: “¿Que no vas a poder? Si he visto flores romper el pavimento”. Los caminos no son fáciles. En la comuna San Cristóbal algo más del 70 % de las viviendas se ubican en los estratos bajo-bajo y bajo medio, según una medición de la alcaldía de Medellín.

Los números en deserción escolar no son más alentadores: mientras en Medellín el promedio es del 2,9 %, en San Cristóbal trepa al 3 %. Y esto hablando de educación básica. Las brechas en los terrenos de formación profesional pueden ser mayores. La universidad está muy lejos, tanto en el espacio como en las posibilidades de la mente.

Y no se diga cuando el trayecto que se quiere emprender es el del arte. Todavía —cuenta David— para ciertas familias del sector las labores culturales no hacen parte del imaginario del trabajo, están encerradas en las categorías del pasatiempo, de la haraganería.

“La primera tara mental se la hace a uno la familia. Cuando querés hacer un tipo de arte todo el mundo piensa que sos un vago. Y si son temas relacionados con el hip hop dicen que lo hacés porque sos marihuanero o ladrón. Ahí empieza a cargar uno el primer peso”, dice. Las estructuras de la economía condicionan el futuro y las formas de concebir lo aceptable. Los estereotipos traducen las ambiciones y las metas de las clases sociales.

Al respecto David es rotundo: esa visión del trabajo —lo que es y no lo es— es una mecanismo de violencia contra los artistas. “Trabajo el doble en lo que la gente ni ve. No estoy en una empresa, estoy en mi propio sueño. A veces estamos hasta las doce o una de la mañana hablando de cómo sostener este espacio”.

Bicho suma su propia historia para refrendar la idea: lleva once años en las faenas de dibujar con aerosoles en las paredes. Sin embargo, llegado a un punto se ha visto en la obligación de explorar otros medios, de asumir otras artes. “Me ha tocado hacer mercadeo, volverme casi una empresa porque no se puede vivir solo de la cultura”, dice.

El instante crucial en esta evolución se da en el paso de las rutinas del estudiante a la vida adulta, que trae consigo facturas para pagar y la responsabilidad de hacerse a cargo de sí mismo. “Llega el momento en que se vuelve más difícil. Hay que poner plata a la casa, comprarse las cosas”.

De por sí, la cultura no es un abracadabra que por arte de magia disuelva los problemas y allane los senderos. A los artistas les toca inventarse las estrategias para sobrevivir, para alcanzar la autonomía financiera ejerciendo aquello que les estremece el corazón.

Los procesos formativos en Casa Loma son gratuitos, dice David. La razón es simple: en ciertas circunstancias el pago de una matrícula o de los materiales para aprender a dibujar puede ser una aduana infranqueable para algunos habitantes. Por contraste, el otro destino, el de los combos y la delincuencia, una cuesta abajo, un tobogán desprovisto de trabas. “Desde el principio decidimos que no íbamos a cobrar. Si alguien quiere aprender y le falta un lápiz, se lo damos. Si quiere tomar fotos y no tiene cámara se la préstamos. Lo único que pedimos es que se vuelva replicador del conocimiento, que lo comparta con otros”, dice David. Los recursos para financiar la gratuidad salen de la venta de productos —gorras, camisas— y de la cooperación internacional. También de los proyectos ejecutados con la empresa privada e instituciones públicas. Los gestores de Casa Loma se buscan el quiebre al peso.

Y ese fue el caso de Tráfico. Llegó a Casa Loma en calidad de beneficiario de un proyecto hecho con Acnur para la integración de artistas venezolanos con colegas colombianos y ahora ejerce las funciones de profesor en un proyecto que lleva la cultural del hip hop al nororiente de Medellín.

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Un centro de integración
tráfico lleva cinco años en Medellín. Recién llegado vivió en cuartos cerca de la Universidad de Antioquia. El sustento lo conseguía con conciertos improvisados entre los frenazos y pitos del transporte público. Iba del norte al sur y de allí al centro, llevado por el azar de las calles y la voluntad de los conductores. Luego, al descubrir que la vida en los barrios no se parecía a las historias de las telenovelas de narcos y sicarios, se fue a vivir a Manrique.

Para estar cerca de los parceros de Casa Loma trasladó su lugar de residencia y de trabajo a la vereda. Tráfico lleva puesta una camisa negra con el nombre de la fundación. Por estos días trabaja con David en el proyecto de proponerles a los músicos de semáforos y buses grabarles en el estudio de Casa Loma una canción para que nutran o creen su portafolio. No les piden dinero a cambio por las sesiones en el estudio y les entregan una producción en físico o virtual que puedan mostrarle al dueño del bar o restaurante en el que piden pista para cantar o tocar un instrumento.

Al momento lo han hecho con 20 artistas, entre colombianos y venezolanos de todas las edades. En Casa Loma —insiste David— no hay diferencias en el trato con los migrantes del vecino país: “Son hermanitos que hablan distinto, como costeños”, dice.

Tráfico reconoce que la primera dificultad que debe enfrentar un venezolano al llegar a Colombia es la soledad. Sin amigos ni conocidos, el tejer un vínculo con el otro, con el señor de la esquina o con la señora de la tienda, es una estrategia de supervivencia. Por supuesto, el miedo al diferente —alimentado por los prejuicios y por los delitos de algunos venezolanos— se rompe más fácil si alguien local da el primer paso. “Es más fácil abrir las puertas si, por ejemplo, Bicho le dice a las personas: este es Tráfico, es una buena persona”.

En las clases, afirma Bicho, no hay diferencia de trato con los venezolanos. Estos pueden participar en igualdad de condiciones con los nacidos en estas montañas. Esta actitud y forma de proceder se resume en un aviso puesto en un lugar visible de Casa Loma: “Este lugar está libre de xenofobia”.

A falta de recursos y de privilegios de clase, la red de amigos —la parcería— es la apuesta que hacen en esta vereda para abrir la trocha.

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