Jorge Uribe nació el 1 de agosto de 1936. Sus padres fueron el doctor Samuel Uribe, médico, y la señora Elena, hija del célebre ingeniero y matemático, conocido como líder intelectual de la Escuela de Minas y pionero en la enseñanza de la estadística, el señor Jorge Rodríguez Lalinde. A él se le debe también un plano futuro de Medellín, que no fue sólo científico y técnico, también artístico, pues decían que era muy bello, con muchas áreas verdes, con bosques, un corredor de árboles alrededor de la ciudad y muchas plazas y plazuelas.
El maestro Francisco Antonio Cano realizó varios retratos de él. La madre de Jorge también era hermana de Eduardo Rodríguez, un reconocido arquitecto y profesor de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional, muy cercano a Jorge y Ethel, y con quien compartieron en la finca San Jorge, ubicada en la vía a Santa Elena, con una vista hermosa sobre Medellín.
Jorge, hermano del también artista Juan Camilo Uribe, estudió con los Jesuitas y en 1965 se graduó como arquitecto de la Universidad Nacional, con una tesis sobre el "Museo arqueológico y Archivo histórico de Antioquia”.
Ese encuentro con Ethel
Unos meses después de graduarse, Jorge viajó a Londres y luego a París, donde se matriculó en el Instituto de Urbanismo de la Universidad de esa ciudad, y en un curso de Civilización Francesa en la Sorbona. Durante esos meses, viajó a España y, a finales del 1967, a Rusia, a un programa organizado por la Universidad, que incluía actividades culturales y charlas con “la juventud soviética”, en un tiempo en el que a los universitarios franceses también los impulsaba un ánimo revolucionario, que hizo eclosión unos meses después. En ese viaje, Jorge conoció a Ethel, quien también se había inscrito en el mismo programa. En la travesía, además de las actividades oficiales, celebraron las fiestas de diciembre, bailaron, tomaron vodka y comieron caviar. Todo quedó minuciosamente anotado en unas pequeñas libretas que hizo Jorge.
Antes de regresar a Colombia por barco, Jorge emprendió otros caminos, con unos amigos se fue a recorrer, y a dormir en carpa, a otras ciudades europeas que los llevaron a los países nórdicos. Con Ethel viajó en dirección al Sur de Francia, siguiendo los pasos de Cezanne, Matisse, Picasso y Le Corbusier. De regreso a Colombia, Jorge comenzó su correspondencia en francés con Ethel. Ella había vuelto a su casa en Charlotte, Carolina del Norte, y, con la venta de unos cuadros, decide irse a Mallorca, también porque consiguió un trabajo para enseñar arte en un colegio, y luego se instaló en Madrid. Quería aprender español para comunicarse mejor con él. Así, empezaron a aparecer en las cartas palabras en español que a ella le parecían hermosas, como “tragaluz”, por ejemplo. En las cartas, Ethel le repetía que lo amaba y que era “la primera vez que le decía eso a alguien que no era de la familia”; le decía, además, que lo amaba “porque él era delicado con todo”. Ese silencio delicado y siempre elegante de Jorge la había cautivado.
Ethel se fue acercando cada vez más a él. Encontró un trabajo en un colegio en Cochabamba, Bolivia, y allí fue en agosto de 1970. Al llegar se dio cuenta desilusionada que aún seguía muy lejos de él. Jorge ya estaba trabajando en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional y en las vacaciones de diciembre, decidieron encontrarse en la Guajira y, luego, ella vino a Medellín. Regresó a Bolivia para terminar su contrato antes de venirse definitivamente para Medellín. Se casaron en 1973. La familia de Ethel vino a la boda y, al año siguiente, Jorge los visitó en Estados Unidos, por única vez.
Jorge y Ethel regresaron a Europa en 1978, cuando a este lo invitó un colega y amigo suyo a trabajar en Xavea, España. Viajaron con su perrito French Poodle blanco, Pierre. Permanecieron un año en esa ciudad, y aprovecharon para visitar otras ciudades españolas e italianas. De esos viajes quedaron unas hermosas libretas de dibujos y bocetos en acuarelas que Jorge conserva, y de Ethel, unos dibujos en hojas sueltas, hechos con pasteles, y que ahora hacen parte de la colección del Museo de Antioquia.
La obra de Jorge
Además de silencioso y amante de la música, de ser un gran dibujante y acuarelista, maestro de la perspectiva –como muchas herramientas hermosas en su taller– y profesor creativo, –con unos libros para sus clases maravillosos, con dibujos, imágenes y collages–, Jorge también ha sido un excelente fotógrafo. Es un observador agudo, inquieto por la luz, por las transparencias de los cristales, por los fenómenos naturales (la lluvia, las nubes) y también atento, a mirar hacia adentro y reconocer las representaciones que lo inquietaron en su infancia, que aluden a ideas de pecado y de un Dios como un gran ojo que lo ve todo. Una vez me dijo que él era “de los ateos que tienen Dios”.
En algunos trabajos suyos aparecen frases en latín e imágenes alusivas a esa gran tradición occidental presente en el arte y la literatura (de Dante, por ejemplo). Ante ese gran ojo, decía, “los dioses de las otras religiones parecían pequeños”.
Una pareja especial
Jorge y Ethel supieron construir un mundo tejido por intereses comunes en el que ambos habitaron con amor, respeto y placer; ese mundo –la casa es un reflejo de él– fue esa gran matriz de la que brotaron estas dos obras tan singulares, que comparten muchas aristas, y difieren en muchas otras. Ambos amaban los libros, que ocuparon una parte muy importante de la cotidianidad. Ambos fueron aventureros, y les gustaba viajar. Amaban el centro de Medellín y lo recorrían en la búsqueda de objetos portadores de verdades curiosas. Ambos amaban sus horas de trabajar sin ser molestados. Se levantaban muy temprano, Jorge hacía el desayuno y Ethel barría y arreglaba la casa y dejaba el almuerzo listo a las 8:00 a.m. para luego trabajar. Ella decía que trabajaba todos los días como si fuera a la oficina.
Jorge cuidaba el jardín, que hacía de la casa donde vivían un lugar siempre fresco, verde, espléndido. Juntos velaban por cada detalle y color de la decoración del hogar, y por sus mascotas, que fueron muchas... De cada una contaban hazañas e historias fantásticas: al canario Matisse que enfermó grave y Jorge le adaptó un dispositivo con espejo y así vivió catorce años; el gato abandonado que recogieron en la Universidad y lo pusieron Facultad de Artes, y que tuvo un hijo, llamado Tenaz; una lora, Verde que te quiero verde, y la tortuga, Roquita azul, que se las dio Juan Camilo de regalo de matrimonio; un conejo que llamaron Navidad y, por supuesto, los perritos french poodles que los acompañaron siempre y aparecen en tantos cuadros de los dos: Pierre, Madame, Nubes, y doña Rosa María de la Lluvia, o simplemente Lluvia, a la que Ethel enseñó a bailar y vivió hasta hace poco.
Jorge y Ethel también compartieron una mirada. Cuando visitaban los pueblos colombianos que amaban tanto, Jorge tomaba fotos que el mismo revelaba en diferentes formatos. Esas fotos, y las que tomaban de ellos en su casa y en medio de todo ese universo multicolor y entrañable de objetos, plantas, animales con historias, –como está planteada la curaduría de la exposición en el Museo– servían de punto de partida para la obra de ambos.
A veces Jorge le ayudaba a Ethel con la perspectiva, y ella a él con el color. El espacio para Ethel era más íntimo, más cargado de afectividad y de atención por los seres vivos más vulnerables; para Jorge, en cambio, era una combinación, como me dijo un día, de lo “inmediato y lo interestelar”. Sus trabajos, decía, eran una combinación del “micro espacio” y el “macro espacio” que, a veces, estaba también cargada de erotismo... Quizá por ello, sus trabajos dan la impresión de ser un poco más misteriosos, pues el absurdo también está presente, y parecen más surrealistas o quizá dadaístas, sin dejar de lado la crítica social. “El amor lo puede todo”
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de febrero. Esa es la fecha hasta la que estará abierta esta exposición.