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Disciplinado y puntual, el maestro Fernando Botero nunca olvidó sus raíces paisas. Al contrario, a medida que creció su reconocimiento como artista internacional también lo hizo su amor patrio.
Se enorgullecía de Colombia. Un sentimiento profundo que le inculcó a su entrañable Sophia Vari, quien no solo adoptó costumbres de su natal Antioquia, sino que se enorgullecía de ser colombiana (se nacionalizó).
Cuando visitaban su casa en Llanogrande, Rionegro, era muy común verlos en algún parque del Oriente antioqueño. Se sentaban a tomar café, de incógnito, sin guardaespaldas, tranquilos, mientras veían pasar la vida. Un día en el parque de El Retiro, una señora se quedó mirándolo, se acercó y le dijo al mejor estilo paisa: “¡Ve, vos sos tan parecido al maestro Botero!”. Y ellos no pudieron contener la risa.
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Estas salidas a pueblear eran pequeños recreos que se daban de sus disciplinadas y largas jornadas de creación artística. Cada uno trabajaba en su estudio hasta que llegaba la hora del almuerzo, un momento para el reencuentro. Ya al final del día lo usual era salir a cenar y departir con familiares y amigos.
El maestro Botero no solo fue generoso con su trabajo, con lo material, sino con sus conocimientos. Sentarse a hablar con él era adentrarse en la historia del arte.
Con gran propiedad hablaba no solo de sus pintores favoritos sino de tantos otros que se destacaron en el Renacimiento, el Barroco, el realismo, el impresionismo, el cubismo, el surrealismo y el pop art, ese que prevalecía en el Nueva York de los años 60 cuando se lanzó a buscar nuevos horizontes en la Gran Manzana, sin saber que sería en Alemania donde lo reconocerían y catapultarían como artista luego de conocer los trabajos que adelantaba en su taller en Nueva York.
La historia muchas veces se resume de manera rápida, y hasta parece sencilla. Sin embargo, para llegar a la categoría de Maestro Universal hubo mucho trabajo, esfuerzo, persistencia, disciplina, estudio y determinación. Virtudes que estuvieron presentes en la vida de Fernando Botero Angulo.
Nada lo detuvo. Ni siquiera cuando doña Flora Angulo, su mamá, le dijo que si quería pintar que pintara, pero que aguantaría hambre, o cuando lo expulsaron del colegio a pesar de ser un excelente estudiante por pintar desnudos para EL COLOMBIANO, o cuando no tenía pinturas y se las ingeniaba con recetas caseras.
Pintar fue su vida. Así nos lo confesó a Mónica Quintero y a mí durante una entrevista con ocasión del centenario de este diario: “Lo más triste de morirse es dejar de pintar”.
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Por fortuna el Maestro Botero disfrutó a plenitud lo que hizo. Trabajaba ocho horas diarias y se encargaba de supervisar las obras y los montajes de sus exposiciones hasta el mínimo detalle.
Así lo hizo hace 37 años, el 15 de septiembre de 1986, justo el día en que Torso de Mujer llegó al Parque Berrio y la gente la reconoció cariñosamente como la Gorda de Botero.
La misma fecha que nos conocimos en persona y que yo empecé a cubrir los temas culturales. Una relación laboral que se extendió hasta la amistad que tanto valoré.
Hoy solo puedo decirle, una vez más, gracias Maestro por tu colosal obra en la que llevaste al país de lo parroquial a lo universal. Y conociéndote, estoy segura de que allá llegaste a pintar.