Todo el mundo sabe, hasta María Kodama: Jorge Luis Borges era relector contumaz. Releyó a los griegos, a los ingleses. Y dijo: “He tratado más de releer que de leer. Creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído”.
La relectura, premio mayor que ganan pocos autores y por el que apuestan todos, es un ejercicio de gran parte de los lectores... cuando hallan un volumen que, a su juicio, merezca la pena ser releído.
Releer permite recordar lo olvidado... Por este camino, el del olvido, recordamos al olvidadizo personaje del cuento Amnesia in litteris, de Patrick Suskind, sí, el de La paloma. “¿Cómo era la pregunta? ¡Ah!, sí: qué libro me había impresionado, marcado, señalado, sacudido o incluso conducido en una dirección o apartado de ella”. Tras un esfuerzo enorme consigue mencionar uno, de cuyo autor no se acuerda; del título, tampoco, pero sí de la frase final: “Tienes que cambiar tu vida”.
Va a la estantería a encontrarse con ese amigo, el libro, comienza a leerlo, a estaciarse con las palabras, las ideas y con el modo de decir las cosas, quiere subrayar una frase, pero, ay, cuando va a descargar su lápiz, ya está subrayado. Desea escribir una nota al margen: “¡qué bien!”, pero ya el “¡qué bien!” está escrito allí, pues él fue el lector precedente. Cierra el libro angustiado por la inutilidad de leer con semejante amnesia.
“No releeo, sino que leo de nuevo —aclara Óscar González Hernández, escritor, pero digamos aquí lector, lo que nos interesa ahora— porque en cada instancia o relación de lector, soy otro y la lectura es otra. Tiene otras tensiones y otras intenciones para mí, porque ya se han formado en mí las membranas de otro lector. No puedo sino tensionar desde mí esa otra lectura”. Cuenta que el volumen que lee de nuevo a cada rato es El amor loco, de André Breton. “Es un libro que he leído de muchas formas desde el principio y sin intención nunca de decir: no leo más, sino que en cada momento adquiere otras formas, se llena de otras indicaciones irrelevantes o maravillosas. Tiene esa dimensión estética y de transformación.
Desde que comienzo a leerlo sé, eso sí, que no lo leeré nunca y que podría morir, inexorable destino de la muerte del libro en mí y de mí en el libro, sin instalarse de nuevo en la biblioteca, qué miedo siento y tiemblo ante ello; sí, podría morir leyéndolo, y entonces sería considerado de otra manera, tendría otro destino”.