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En el día del profe, cuatro historias de clases virtuales

Se celebra cada 15 de mayo, y en 2020 los docentes están lejos de sus alumnos. Historias de esta época.

  • Daniel Marín - María Rocío Arango - Gloria Lucía Osorio Ospina - Ana Quintero Rendón
    Daniel Marín - María Rocío Arango - Gloria Lucía Osorio Ospina - Ana Quintero Rendón
15 de mayo de 2020
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Cuando Ana Quintero Rendón llegó a la escuela a trabajar por primera vez, ahí en la sede educativa Coronel José Domingo Gallo, en la vereda Viboral, a unos 20 minutos del parque del Carmen de Viboral, los alumnos le llevaron zanahorias y papas para recibirla. “Una bienvenida muy hermosa. Me compartieron parte de lo que son y lo que hacen”.

Ana es monodocente, le da clase a sus 24 alumnos en el mismo salón, que están entre preescolar y quinto de primaria. Está con ellos desde hace cuatro años, aunque estos días tuvo que despedirse, por la cuarentena. Entonces conversa por Whatsapp, a veces le dice a las mamás que muy rico hablar con ellas, pero que quiere escuchar a sus hijos. Los niños le envían audios, dibujos. El otro día Emmanuel le mandó un video ordeñando. “Profe, ¿cómo amaneció? Es que yo desde cuando era muy chiquito aprendí a ordeñar y a veces yo sacaba un poquito, hasta que aprendí a ordeñar bien”. En el módulo dos, El monstruo come galletas y otras cositas más, como Ana llamó a ese momento de aprendizaje, los chicos comparten experiencias y saberes familiares.

Desde el 16 de marzo se suspendieron las clases presenciales en el país, en escuelas, colegios y universidades, y desde entonces (algunos con vacaciones en medio) el reto ha sido aprender y enseñar desde casa, usando la tecnología (el Internet y los teléfonos, y hasta la radio y la televisión donde no es posible llegar). Son muchas las historias, algunas felices, otras tristes (como cuando se ven las desigualdades porque algún estudiante no tiene conexión), muchos los aprendizajes (de estudiantes y docentes).

Hoy es el Día del Maestro en Colombia, que se celebra desde 1950, y quisimos escuchar los relatos de cuatro profesores en tiempos en que están dando clase detrás de un pantalla. Cuatro miradas a lo que ha sido desde la universidad, el colegio, la escuela rural y la escuela en la ciudad.

María Rocío Arango, profesora de universidad

“Sucedió en menos de una semana. Pasamos de una alerta baja, medidas de prevención básicas y teletrabajo a discreción de jefes y profesores, a dejar nuestro lugar de trabajo un viernes por la tarde. Salimos como para un trasteo: libros, libretas, computadores, exámenes por calificar, cuadernos y fichas, apuntes a la carrera... Ese viernes 13 de marzo algunos colegas nos conectamos por primera vez en la vida a la plataforma virtual que nos serviría de aula de clase por el resto del semestre. Algo nerviosos comenzamos a explorar sus funcionalidades. Todos, a una sola voz, íbamos reportando aquello que encontrábamos interesante, funcional o difícil de manejar. Cada uno pensaba en sus cursos, en sus estudiantes, en las dinámicas que dejábamos atrás y en las que tendríamos que aprender en solo una semana para garantizar lo que la universidad llamó ‘normalidad académica’. Llegó la primera clase. El miércoles 25 de marzo antes de las siete de la mañana me dispuse a iniciar la que sería la primera sesión remota de este semestre. Mis estudiantes llegaron de a poco, como sucede en las clases presenciales, y a los 15 minutos ya estábamos listos para iniciar la clase que de normal no tuvo mayor cosa. Fue como volver a empezar: nuevas reglas de juego que hicieran más llevadera la interacción pues no había rostros ni gestos que me permitieran adivinar una pregunta o una reacción ante un comentario o una explicación. Muchas preguntas sobre el resto del semestre a las que tuve que contestar con un simple y rotundo “no lo sé, estamos trabajando en ello”. Incertidumbre, miedo, perplejidad ante lo ocurrido... Para que la velocidad de la red y la calidad de la comunicación funcionen adecuadamente las cámaras han de estar apagadas y los micrófonos silenciados. Esto es lo único que no me gusta. Me hacen falta los rostros, la disposición corporal, las sonrisas, las malacaras, los ceños fruncidos, los gestos de aprobación o desaprobación. Extraño la interacción cara a cara, esa que nos permite reconocernos en las micro expresiones faciales de los demás.

Mis alumnos, como casi todos, han pasado por distintos momentos: perplejidad, asombro, decaimiento, ansiedad, algo de angustia. Pero también han descubierto capacidades y habilidades que no habían desarrollado en la presencialidad: el trabajo colaborativo, el respeto por los turnos conversacionales, la autodisciplina y el autocontrol, la paciencia y, sobre todo, el conocimiento de sus límites y debilidades.

En fin, ya estoy terminando el semestre y creo que todo ha salido mejor de lo que pensé. He aprendido mucho: nuevas herramientas, nuevas formas de interacción, nuevas habilidades comunicativas y de expresión gráfica. Aprendí a hacer podcast y videos, a utilizar herramientas de trabajo colaborativo, a editar textos en línea. La preparación de cada clase me toma el triple del tiempo que la universidad destina a esta labor, no me importa. Soy consciente de que esta es la función más relevante de las universidades y que, por el momento, se pueden postergar otros asuntos que si bien son importantes no requieren de una intervención urgente”.

Ana Quintero Rendón, profesora de escuela rural.

“Este reto empezó y yo tenía el corazón en la mano. A mí me preocupa y me sigue preocupando la crisis educativa por la que atravesamos muchas escuelas rurales.

Recuerdo que ese domingo al escuchar la noticia que los niños no volvían a la escuela hasta nueva orden, pensé, ‘nos vamos a ir de cuarentena en cuarentena” porque yo seguía las noticias de otros países.

Sentí la desigualdad palpitante: conociendo el contexto en el que está inmersa mi escuela rural, la primera pregunta fue, ¿ahora qué? Y me cuestioné cómo respondería a los retos que suponía la contingencia para las familias que hacen parte de mi escuela rural.

En esos momentos se activa la creatividad y se reafirma el compromiso social y una hace su mejor esfuerzo para garantizar la parte que como escuela nos toca: garantizar el derecho a la educación.

Conversé con compañeros sobre cómo íbamos a sortear la situación para encontrar en el relato ideas que pudieran ayudarme. En el contexto en el que estoy, el acceso a internet, a los materiales educativos, los celulares con acceso a WhatsApp, todo eso es un reto.

Empecé a diseñar estrategias más allá de proponer material didáctico que supere la repetición de contenidos. Así llegó la idea de trabajar los derechos fundamentales y el primero que decidí que iba a estar en el Módulo 1 era el derecho a la alimentación digna.

Porque en nuestro municipio el PAE llevaba ya dos meses de retraso por asuntos de contratación. Ese contexto fue el pretexto para diseñar la primera actividad del módulo y con una noticia que debían leer en familia les propuse escribir cartas a las personas encargadas del PAE aquí en El Carmen de Viboral.

Las familias ayudaron en este proceso y escribieron: “Que necesitamos los alimentos para estudiar y estar sanos” (se ríe).

Las guías están diseñadas para 15 días, pero si las familias dicen que no han tenido tiempo, no hay lío, es decir, el asunto más que cumplir con tiempos, es asegurarme que con la llamada estamos trabajando con eso que está ahí. El proceso es muy interesante. Yo sé que son pañitos de agua a tibia, a veces me siento como secando el charco de la gotera, pero no arreglando la tubería, porque hasta que no tengamos políticas de fondo para transformar la educación, va a ser muy complejo.

La escuela está tratando de responder a la pandemia como mejor lo sabe hacer sin embargo hay que tener presente que aunque nos afecta, no es ella la encargada de resolver las desigualdades sociales, en este escenario se deben comprometer a las administraciones locales para que diseñen políticas públicas sociales.

Mi material lo diseñé teniendo en cuenta que debían ser guías que los niños quieran trabajar. No soy ilustradora pero me gustan las imágenes y los colores, así que también dibujé y la llené de color. La entregué por WhatsApp y los que tienen acceso lograron desarrollarla, con quienes no, intentamos que se conectaran con los contenidos que están pasando por radio y televisión.

Esa es otra de las problemáticas de la escuela rural: no todos tienen el mismo capital cultural para enfrentarse a los distintos contenidos que se están ofreciendo. Yo creo que esas diferencias se subsanan un poco con la escuela, donde está la profe, la biblioteca y el amiguito, y conversamos todos, pero ahora que cada uno está encerrado en su casa es distinto, y estas condiciones influyen a profundizar la desigualdad.

Imagínate que yo tengo papás y mamás que no terminaron su escuela primaria y por eso es que no se puede diseñar una guía centrada solo en los contenidos que desarrollábamos en la escuela, porque la escuela es precisamente lo contrario a la casa.

El profe tiene que sensibilizarse con el contexto, las familias y la situación por la que estamos atravesando y eso es fundamental.

Luego evidencio otro problema: la movilidad y justo ahí me encuentro en una encrucijada entre lo ético y lo legal. El decreto 593 de 2020 que es el documento más reciente que saca el presidente, cuando habla de los docentes y directivos docentes lo hace en los mismos términos que el anterior, decreto 530. En el artículo tercero numeral 35 habla sobre la excepción a docentes y directivos docentes, donde dice “el desplazamiento estrictamente necesario para atender la emergencia sanitaria”.

Esto significa que no tenemos permiso para movilizarnos, porque si yo soy fuente de contagio para mí comunidad en el momento que llevo los talleres para ser repartidos, está acción podría traerme problemas administrativos, legales y penales. En este sentido es donde están los dilemas porque una guía es quizá una emergencia educativa pero no sanitaria.

No encuentro respaldo jurídico en la ley para los profesores que estamos haciendo “la milla extra” llevando el taller a la escuela para que ese niño o esa niña, que no se ha podido conectar ni siquiera vía teléfono, pueda tener acceso al material educativo.

Lo anterior, supone un riesgo para la salud de todos, esto al final desde mi punto de vista es un asunto heroico y romántico que termina siendo irresponsable. El coronavirus no es ni siquiera una enfermedad laboral, entonces la ARL tampoco estaría en la obligación de atender.

Aún teniendo en cuenta esto, un día no pude más y solicité un permiso especial de movilidad a la Secretaria de Educación del municipio donde laboro y me fui para la escuela rural a imprimir los talleres, en el camino viven varios estudiantes, entonces al señor del bus le dije: ‘Pare aquí yo entrego un taller’, ‘espéreme aquí yo entrego otro’.

Yo recibo felicitaciones por mi trabajo pero la verdad, no sé si reír o llorar. No sé si es rabia o tristeza. A veces siento indignación, la pandemia nos pone de frente lo que no se ha querido ver. Se nos roban los dineros de los mercados de nuestros estudiantes y así ha sido siempre. Este país está untado de corrupción hasta los tuétanos.

A los estudiantes les dijimos que se conectaran por WhatsApp, y de los 24 que están matriculados, 22 lo lograron, así fuera a través del celular de su hermana o del su tía. En el momento tengo solo dos que no tienen está posibilidad y entonces les hablo por teléfono. Una de ellas vive en un lugar que tiene muy mala señal. El otro día registré, para una actividad, una llamada de dos horas y media porque si mi estudiante se mueve mucho, se pierde la señal.

Es una situación muy difícil y en la última llamada le dije: “Vaya a la escuela”. En efecto la niña llegó con su tapabocas y su mochila, y le entregué el taller.

El tiempo es lo de menos, así que no importa, así se tenga que hablar con ellos todo el día o por Whatsapp, lo importante es estar en contacto. En la pandemia el reto imperante es continuar vinculada con mis estudiantes, una llamada nos vincula, preguntar por las dificultades y conversar sobre su día a día en casa. Las familias me comparten audios y videos, y yo a ellos”.

Gloria Lucía Osorio Ospina, profesora de colegio

“Me sentí triste de no poder compartir con mis estudiantes en forma presencial, ya que inicialmente pensé que no era nada grave.

Luego el colegio (Universidad Pontificia Bolivariana) me empezó a mandar comunicados para que enviara talleres a los estudiantes, pensé que era algo sencillo y mandé uno con mucho contenido y casi me enloquezco calificándolo, ya que los estudiantes no sabían comprimir los archivos y llegaron a mandarme hasta más de diez archivos que pesaban 50MB.

En el colegio nos motivaron a trabajar en la plataforma de Microsoft Teams, ese primer encuentro con mis compañeros se veía color de rosa, y luego me dieron el horario para trabajar a la semana siguiente con los estudiantes. Ahí fue cuando se me quitó la risa y entré en pánico, pero no me quedó más remedio que estudiar los tutoriales y llamar todo el tiempo a mis hijas que viven en Chile y Estados Unidos, porque esto me generó muchas dudas, pero salí adelante, diseñé un protocolo de clase y pedí el favor a algunos compañeros para que ensayáramos la compartida de pantalla y la reproducción de los videos.

Para la primera clase dormí mal. Empezaba a las siete y me levanté a las cuatro de la mañana a repasar. Era la primera vez, en 34 años como docente, que me enfrentaba a la virtualidad, pero me fue muy bien, me funcionaron los videos y el protocolo de las clases. Mis estudiantes hicieron aportes muy importantes y valiosos.

Pero no todo es perfecto, al día siguiente, que iba a trabajar con otro grupo y ya me sentía segura, me inauguraron y un estudiante me silenció los micrófonos por un espacio de aproximadamente diez minutos, entré en pánico y traté de solucionarlo de todas las maneras posibles, hasta que finalmente logré abrir el mío.

Otra cosa que mis estudiantes no saben fue que moví mi escritorio por toda la casa buscando el lugar más bonito para la clase, pero luego la señal de Internet no me llegaba, me tocó dejarlo en el peor lugar y llegué a la conclusión que no es donde yo elija sino donde hay señal, fuera de esto me toco comprar más gigas para que la clase se viera mejor.

Lo Bueno: cuando paso de hacer una planeación para un aprendizaje presencial a uno virtual, pienso que con dificultades y todo, las clases salen bien, me dejan satisfacción, me hacen sentir que los estudiantes aprenden, debaten, leen, escuchan, avanzan, pero de otra manera. Es cambiar el chip y comenzar de nuevo. Además, veo que mis estudiantes están felices de atender la clase y ver a sus compañeros, algunos de ellos lo hacen con sus papás y creo que eso estrecha ese vínculo familiar.

Lo malo: inicialmente sentí miedo, se triplicó el trabajo, sentí nervios con la conexión, pensé que la tecnología me superaba, me pasó por la mente mi institución, toda mi carrera docente, el cambio me afectó emocionalmente. Sentía angustia.

Lo feo: todo lo tenía preparado, clase impecable, protocolo listo, es como si estuviera esperando el timbre para iniciar, pero no, la tecla que necesitaba, estando, allí no la veía. Se me presentaron también carencias tecnológicas, improvisaciones, soluciones y de nuevo a preparar la segunda clase virtual.

En medio de todo esto, me alegra mucho poder seguir enseñando que es lo que más feliz me hace en la vida. Espero que mis estudiantes valoren los esfuerzos que estamos haciendo para llevarles educación virtual”.

Daniel Marín, profesor de escuela

“Tengo 34 años y soy licenciado en lenguas extranjeras. Hace dos años doy clases de tecnología en inglés a 20 grupos de niñas entre primero y quinto de primaria. No enseño herramientas ofimáticas (Word, Power Point) o internet. El computador en mi caso es más un medio que un fin. Por ejemplo, en primer grado aprenden a hacer instrumentos musicales; también hacen manos mecánicas con cartones, pitillos y pita; o les enseñamos a hacer animaciones digitales sencillas, con la aplicación Scratch o ScratchJr.

Cuando llegó la cuarentena adaptamos el currículo por la plataforma educativa Moodle. A diferencia de las niñas de bachillerato, que son más expertas, muchas estudiantes de primaria tienen dificultades para navegar y necesitan estar acompañadas de sus padres. Hace poco unas alumnas de segundo grado debían jugar origami virtual y en algún momento había que instalar Flash para que funcionara. Para las niñas, incluso para los papás, fue una pesadilla activar el permiso de la aplicación. Pero es lo de menos, me queda la seguridad de que después de que pase todo esto, vamos a manejar mejor las herramientas digitales y la educación se verá fortalecida. De esto habremos aprendido”.

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