Manuel vio caminar a los niños con sus mochilitas y se fue detrás. Había ido al Guamo, Chocó, a una liberación del Eln de unos ingenieros y estaba esperando que la gente llegara. Él, que no se queda quieto, se fue para la escuela y sus alrededores y vio a esa niña con el cuaderno, quieta, mirando al frente, mientras a su espalda dos personas cargaban unas canastas. Vio a los tres niños de las mochilas perderse en el bosque y también a otros diecinueve montados en una panga. Entonces los capturó en unas fotos en blanco y negro y las llamó La vida estudiantil en la comunidad el Guamo, por las que este viernes recibió el premio Rey de España. No el primero ni el segundo de su carrera, el tercero.
Es una cosa de locos, dice Manuel cuatro horas después. Lo llamó un periodista mientras iba hacia Paipa, donde estaba cubriendo el Tour Colombia. Detrás del teléfono había un señor que preguntaba por Manuel Salvador, que era que se había ganado el Rey de España. Que él era Manuel Salvador, eso lo sabía, pero no entendió lo del premio. No creo, pensó, y se le salieron las lágrimas.
El primer galardón que recibió en 2010 lo recuerda desde 2007, cuando lo enviaron a la inauguración de la Biblioteca España y él miró al rey Juan Carlos a lo lejos y pensó, ve, qué tan bacano sería recibir un premio de manos del Rey. Tres años después, Manuel Salvador Saldarriaga estaba en el país ibérico recibiendo uno con el reportaje gráfico Inocencia en medio de la coca. Se lo entregó Juan Carlos I, exacto como se lo imaginó. El segundo llegó en 2016, aunque el rey había cambiado, ahora era Felipe VI: él tomó unas fotos para el especial Mercurio, un monstruo dormido en Antioquia, trabajo que hizo con el periodista Santiago Cárdenas. La categoría fue Periodismo Ambiental.
La tercera llega en 2020, cuando está cumpliendo 50 años, 25 como fotógrafo de EL COLOMBIANO. En la edición 37 premiaron trabajos centrados en los derechos humanos, las migraciones, los feminicidios, la crisis climática y la diversidad sexual. El cronista Alberto Salcedo Ramos, quien lo recibió en 1998, dice que es uno de los más importantes en lengua castellana, de los más antiguos y prestigiosos, que permite a quien gane mostrar su obra.
Detrás de la cámara
Los indígenas han atrapado a Manuel desde hace tiempo. Lo encantan. Por eso quizá vio a los niños con sus mochilas y se fue detrás. Las fotografías con las que recibe el Rey de España son un reportaje gráfico sobre esta comunidad indígena del Chocó que le apuesta a la educación: 97 niños emberá atraviesan las selvas y los ríos para asistir a clase.
Es una cosa muy chévere, explica Manuel sobre lo que siente al fotografiar comunidades indígenas. La primera vez fue en Egorokera y Playita y él llegó con Carlos Alberto Giraldo, Capeto, y apenas tomaba fotos, los indígenas se escondían. No se dejaban porque era robarles el alma. Solo que Manuel empezó a conversar y a jugar fútbol con ellos, y terminó tan compenetrado que al final los congeló en sus imágenes. Tanto le gustó que volvió una segunda vez y aunque en esa le dio paludismo, volvió una tercera para hacerles una exposición con las tantas fotografías tomadas. Los indígenas vieron que el alma seguía con ellos.
–Yo no pienso en el premio sino en algo que tengo con ellos. Cuando veo cosas así como la del Guamo, lo que me produce es un sentimiento, trato de no ser el protagonista, ese que llega con una cámara gigante, sino de compenetrarme con la gente, de ponerme en ese nivel, de sentirme un niño indígena, un profesor. Mi deseo es rescatar esa labor en esas zonas tan alejadas. Es un trabajo periodístico de muchos años de, a través de la imagen, inmortalizar lo que se vive en este mundo cotidiano y desigual. Son territorios muy escondidos, desconocidos, y cuando el periódico publica esas imágenes pienso que alguna persona, el Estado, una institución harán algo, que los grupos armados los van a respetar un poquito. Es una labor social.
Por eso llega a caminar, sin mostrar mucho la cámara, saluda, se come la mazamorra que le ofrecen, conversa, y cuando ya pasa desapercibido y las personas se concentran en su vida diaria, toma fotos. Germán Calderón, uno de sus jefes, lo describe como metódico. Los tiene muy en cuenta y respeta sus creencias.
La historia de una ardilla
Cuando Manuel firmó el contrato para ser laboratorista del periódico El Mundo no sabía en qué iba a trabajar: él había terminado el bachillerato, no conocía una cámara análoga y eso de laboratorista le sonaba a los laboratorios de Física y Química del colegio. Pensó que incluso lo iban a mandar a vender periódicos, no que iba a revelar rollos.
La primera vez que tomó una fotografía, gastó el rollo completo. No había fotógrafos en el periódico y había que tomarle una a un director técnico de fútbol, y la secretaria le dijo, hágale usted, y él que no, porque no era fotógrafo, y ella que sí, que lo intentara. Manuel, que sabía quitar rollos y no ponerlos, puso uno, se subió a la silla, se tiró al piso, buscó este ángulo y el otro, y tomó todas las fotos que el rollo le permitió. Pobres ojos del señor, piensa ahora, porque eso era con flash. Ahí mismo bajó a revelarlas y le salieron solo tres, suficientes para que le dijera a la secretaria que ya estaba la foto, que si llegaba otro fotógrafo, pues que no se preocupara, que él ya la había tomado. Al otro día salió su primera imagen publicada, y él se fue con el periódico donde sus amigos a que leyeran qué decía ahí: Manuel Saldarriaga. Ese soy yo, les dijo.
Ese es, precisamente, el recuerdo de Donaldo Zuluaga, que era uno de los fotógrafos: “Por esas cosas que tienen los periódicos un día cogió la cámara y nunca más la soltó. Era un chico humilde, de barrio, con muchas ganas de aprender, ávido de información”.
Le pasó igual con su primer premio. No había fotógrafo, estaban en un desalojo en el barrio La Iguaná, él fue, y aunque después llegó Henry Agudelo, quien fuera su primer maestro junto a Donaldo, él tenía la mejor foto para portada. Era 1992, aún laboratorista, y lo nominaron al CPB. A sus amigos del barrio Santa Cruz les dijo: que a las 7:00 prendieran la tv, que iba a recibir un premio de manos del presidente.
Salió en televisión, lo ascendieron a fotógrafo, después trabajó en El Tiempo en Bogotá y ahí se volvió a Medellín, porque quería estar cerca de su familia, cuidar a sus hermanos. A Jaime y Santiago los contagió con la fotografía, y ahora son tres fotógrafos en la familia. La historia continúa en fotos.
De Manuel, Donaldo dice que es una ardilla, por su agilidad, porque no tiene límites de espacios. No le importa meterse a un río, empantanarse o hacer cualquier maroma. Capeto lo compara con un niño, porque cuando menos se piensa está trepado en un árbol, en un morro. Siempre, precisa, está buscando un ángulo, remangándose la camisa, ayudando, protegiendo a los compañeros, buscando una historia. Germán lo describe como alguien en movimiento. No lo ves quieto.
Como ese día que vio a los niños en la panga y se movió. Soledad Álvarez, directora de Información de Efe y jurado del premio, explica que vieron en esa serie de imágenes calidad informativa, una estética bien procesada, potencia con el blanco y negro y que pone de manifiesto una situación social sensible, las dificultades para acceder a la educación.
La vida de Manuel tampoco ha sido fácil. Santiago, su hermano, cuenta que son una familia que viene de abajo, con situaciones difíciles en la ciudad, pero Manuel, que es el pilar, el papá desde que se murió el papá, ha estado ahí, luchándola. Cuando salió del bachillerato lavaba carros, luego quiso ingresar a la Fuerza Aérea, pero el Icfes no le alcanzó. Solo que, cree Manuel ahora, la vida es esto, su destino era la fotografía. Ser un reportero que ha aprendido en la calle. La fotografía, dice, es cuando se está en el terreno. Es sentimiento. Lo suyo era retratar un mundo desigual.