Don José Zapata tiene como misión levantarse todos los días para que sus flores no estén tristes. Les puede faltar abono y se ponen tristes. Les puede faltar compañía y se ponen tristes. ¡Claro! ¡A las flores hay que hablarles! “Las flores me hablan a mí y yo les respondo”, dice don José en el corredor de su casa en la vereda Barro Blanco de Santa Elena, a 30 minutos del centro de Medellín. “¿Y hoy sus flores han estado felices?”, le pregunto y dice que sí, “porque tenemos visita. Además, en mi jardín a nuestros visitantes se les olvidan las penas”.
Don José es uno de los cerca de 500 silleteros que hay en Medellín. De su pasado de penurias habla con detalles, sí, han sido muchos los esfuerzos. Medellín fue, hasta hace poco, un lugar lejano al que llegaban solo para vender las flores. Le gusta la rutina campesina, le gustan las visitas que recibe en su casa al punto que se inventó un libro de visitas en el que hoy se leen mensajes de agradecimiento en inglés, muchos “happy, happy”. Don José diseñó un recorrido por su huerta en el que junto a las flores se leen sus nombres: rosa Amarilla, Siempreviva, Crespa, Albarina.
La rutina de don José empieza a las 5:00 am cuando la mañana está fría. “Lo primero que hago es poner la aguapanela a hervir y mientras tanto le doy gracias a Dios por estar vivo. Luego me siento en el corredor y espero a que la mañana claree y salgo a trabajar más o menos a las 6:00 a.m., ya a esa hora estoy en la huerta. Tengo mis tareas diarias como sembrar y revisar que las flores no tengan enfermedades”, cuenta don José mientras se toma un cafecito.
En un álbum tiene fotos y recortes de periódicos. Recuerda a sus padres, que caminaron las calles de Medellín con la silleta terciada por 40 años. Ocho hermanos, de los cuales cuatro son silleteros. “Yo estoy trabajando con las flores desde que estoy en el vientre de mi mamá porque mi mamá era de hacha y machete”. Y se ríe. También recuerda que cuando era niño debía caminar 40 minutos para ir a la escuela y sentencia, sin asomo de tristeza, debíamos caminar descalzos 40 minutos para llegar a la escuela porque los zapatos no se podían ensuciar.
“Desde muy pequeños nuestra primera tarea era cargar agua, había que ir hasta un nacimiento porque no había acueducto. Luego le ayudábamos a mi mamá a moler el maíz para las arepas, luego cargábamos leña y de ahí nos íbamos para la escuela. Después de la escuela íbamos al monte a traer otra vez la leña, porque en ese entonces no había energía sino que se cocinaba con leña. La comidita a la casa siempre llegó por las flores, las flores nos lo dieron todo, todo”, relata don José.
Por aquellos días lo que más se sembraba en la casa de la familia Zapata, era la Estrella de Belén, la Clavellina, el Agapanto y el botón de oro; todas flores tradicionales. Seis tipos de flores que eran las que ellos bajaban a vender no a la Plaza de Flores, no, ellos iban hasta la Plaza de Cisneros, al frente de La Alpujarra, en el pequeño Guayaquil. Ese viaje a Medellín se hacía dos veces por semana, los martes y los viernes, durante 40 años. Ya después también bajaban los sábados y los domingos.
“Todo lo que hemos hecho lo hacemos en familia. Eso me hace feliz. Yo iba hasta el monte a buscar flores y las traía para armar la silleta. En esos días las silletas se hacían con flores del monte. Entonces, la rutina era la misma, cargábamos la leña, el agua, molíamos el maíz y atizábamos la mazamorra. En mi casa nunca faltaban los frijoles y la mazamorra. La vida era bastante dura, ahora es que ya nos ha ido cambiando y hoy estamos en los gloriosos, trabajando honradamente”.
En medio del jardín, del contraste de flores, se esconde la huerta. Por eso, de vez en vez aparecen algunas de las 15 variedades de hortalizas que don José tiene sembradas: brócolis, coliflores, lechugas, remolachas, zanahorias, cilantros, perejiles. “Yo ahora me siento muy orgulloso porque al campesino nos han ido valorando y reconociendo, al menos hoy en día nos visitan. Anteriormente, al campesino no lo visitaba nadie, de hecho uno bajaba a Medellín a ver la gente, ahora gracias a Dios la gente viene hasta mi casa. Me siento muy feliz cuando vienen hasta mi puerta muchos extranjeros y paisas. Espero dejarles a mis hijos esta tradición. Aunque yo les insisto mucho en que estudien y se preparen, les pido también que no me dejen lo del campo, que no me abandonen la huerta”.