Tantos quieren. Unos 22 millones de personas desembarcan en su aeropuerto cada año: 60.000 por día. La llegada es un ejercicio de humillación ligera: cientos o miles en esta cola lenta, los guardias que te gritan que avances, que te pares, que avances otra vez, que el celular está prohibido, que vuelvas a pararte. La cola serpentea por el hangar enorme, erizado de carteles que te repiten lo que no debes hacer; al fondo, en esa línea de garitas que te separan de Estados Unidos, te espera un empleado todopoderoso que puede rechazarte sin la menor explicación: te espera el miedo ante el poder real. Años atrás yo tenía que conectar urgente con un vuelo a México y el oficial de migraciones me preguntó para qué venía a EE.UU. y le dije que no venía y entonces me preguntó para qué iba a México y le dije que por qué ese sería su asunto.
—Porque si no me da la gana no lo dejo pasar y usted no va a ninguna parte — Me contestó, preciso y elocuente.
A Miami se llega: más de la mitad de sus habitantes llegó desde algún lado. N., por ejemplo, llegó con 10 años y un papá policía de Batista que escapaba de un pelotón en Cuba, enero de 1959; R. llegó también de Cuba pero en el 2000 a buscarse la vida y darle un futuro a su hijo; G. llegó de la Argentina hace unos 30 años, con 25 y una herencia que le permitió, para empezar, comprarse un Ferrari; M. llegó hace 15 años, a sus 40, de Nicaragua sin papeles cruzando a pie el desierto mexicano por las noches; M. llegó de Venezuela hace 6 años en sus treinta y tantos, dos hijos y marido, porque un general chavista quería volver a encarcelarla; V. con 30 llegó de Venezuela vía Nueva York hace 3 años para encontrarse con su familia e intentar una empresa de marketing; J. llegó de México vía California hace 40 años, a sus 20, para quedarse tres o cuatro y ahora es un periodista muy famoso. Hace un siglo Miami tenía 6.000 habitantes; hace medio tenía 2 millones; ahora, más de 6.
—¿Cuál es tu nacionalidad?
—Cubana.
Dice, sin la sombra de una duda, Ninoska Pérez, que llegó a Miami hace 60 años. Ninoska es una mujer ancha, vital, pulseras y collares, que está por cumplir 70 años y sigue su pelea de los últimos 50. Su padre era un coronel de la policía de Batista que se escapó la noche en que los guerrilleros entraron en La Habana; los suyos lo siguieron unos meses más tarde. Esa primera ola cubana empezó a cambiar Miami para siempre. Eran unos 200.000, mayormente blancos, acomodados, educados, muy anticomunistas, y mantuvieron costumbres y comidas, la lengua y la esperanza de volver. Ninoska aprendió inglés, estudió en la universidad y empezó a trabajar en esas radios que nunca dejaron de llamar a sus compatriotas a rebelarse contra Fidel Castro.
—¿Y americana no?
—Bueno, sí. Una se siente americana porque ama a este país, porque te dio todas las oportunidades que no tuviste en el tuyo, pero Cuba siempre queda ahí, siempre es lo primero. Esa isla debe tener un imán...
Ninoska es de las últimas de esa vieja guardia que ya se va muriendo: ahora, sus hijos y nietos hablan inglés, son la primera minoría de la ciudad, consiguen posiciones de poder, se ocupan de sus negocios mucho más que de cualquier nostalgia.
Constante contradicción
Miami es una isla, una especie de isla: el mar delante, los pantanos detrás. Y una ilusión que dependió, desde el principio, de su habilidad para convencer a personas lejanas de que valía la pena dejar sus lugares para venir a este. No era fácil. En 1819, cuando Estados Unidos decidió comprar —a precio de saldo— la región, un diputado por Virginia se opuso con vehemencia: “La Florida no vale la pena. Es una tierra de ciénagas, de sapos, cocodrilos y mosquitos. ¡Nadie emigraría allí, ni aunque saliera del infierno!”.
Ahora, Miami es un lugar al que la mayoría decidió venir: una ciudad deseada. Miami es una ciudad deseada por miles y miles de latinoamericanos que creen que aquí podrán vivir una vida distinta; deseada por miles y miles de venezolanos medio pobres que creen que aquí encontrarán trabajo y comida cada día; deseada por miles de venezolanos groseramente ricos que creen que aquí encontrarán seguridad para ellos y sus dólares; deseada por miles y miles de cubanos que la ven en los clips reguetoneros como un edén de oros y de culos; deseada por miles y miles de centroamericanos y haitianos radicalmente pobres que la ven como la posibilidad de comer todos los días bajo techo; deseada por miles y miles de sudacas no tan pobres que la ven como la posibilidad de vivir como en los comerciales; deseada por unos pocos miles realmente ricos que creen que aquí pueden serlo más aún o, por lo menos, intentarlo a bordo de aquel yate, tan tranquilos; deseada por miles y miles de argentinos, colombianos, brasileños, mexicanos que la ven como el paraíso de las compras baratas que quisieran tener en sus países y no tienen; deseada por miles y miles de argentinos, colombianos, brasileños, mexicanos, alemanes, norteamericanos que la ven como ese mito pop de camisas floreadas y nalgas como barcos, el lugar de lo cool y lo fashion y la rumba a rayas; deseada por miles y miles de licenciados en administraciones diseñadores de la web vendedores de todo que la ven como el lugar perfecto para tener esa familia rubia el perro el parasol junto a la alberca; deseada por miles y miles de norteamericanos aviejados que la ven como el lugar perfecto para esperar su muerte al sol; deseada por miles y miles de políticos empresarios ladrones varios que la ven como la forma de aparcar sus riquezas mejor o peor habidas casi sin preguntas; deseada, por fin, por razones oscuras, por los que siempre quisimos despreciarla.
No conozco otra ciudad con tanto cielo. Miami es cielo y cielo y mar y brillos, palmeras y palacios, rascacielos y ranchos y miserias varias, esa mezcla de acentos. Miami es una ciudad como no hay, y eso es bueno y es malo y tantas otras cosas.
En Miami viven más billonarios —personas con más de 1.000 millones— que en París o São Paulo, Shanghái o Singapur. Hay por lo menos 30 conocidos: ellos solos tienen unos 100.000 millones de dólares. El dinero viejo a veces tiene pudor, recato de mostrarse. En Miami todo el dinero es nuevo: se exhibe, se pavonea, se presume.
En estas calles hay profusión de Harley-Davidson. Para manejar una Harley se precisa una buena panza, algún tatuaje fuera de lugar, el pelo cano con colita atada, la sospecha de que eres alguien que puede un poco tarde lo que siempre quiso sin poder. Es otro clásico. Gente de cierta edad viviendo como querían vivir cuando tenían edad incierta: señores más o menos mayores conduciendo sus descapotables con camisas de flores y chicas a juego, señoras con falditas blancas cortas y camisetas ajustadas mirando más al instructor que a la pelota cuando aprenden a jugar al tenis. Darse los gustos, dicen: la marca de la casa. Un lugar para darse los gustos.
Miami, entonces, tan bella, tan brillito, tan seriamente placentera, sería la pus de esa infección. La metáfora es, sin duda, deplorable. O, dicho de otro modo, que es un error de género: que Miami, más que la capital, es el capital de América Latina.
© MARTÍN CAPARRÓS/ EDICIONES EL PAÍS S.L., 2019. Todos los derechos reservados