Colombia: Un país ciego al refugio.

Ilustrado por: Ricardo Ramírez

Salir de Táchira, dejar al padre y a la madre, renunciar a la banca que se ganó con cientos de votos en un concejo municipal, hacer creer que abandonó la causa opositora. Cruzar la frontera, tomar un bus hasta Medellín, pedir refugio en Colombia porque al otro lado iban a matarlo y ahora servir aguardiente y cerveza en una fonda vallenata, cuando tiene título de ingeniero y una vida política en ascenso.

Las escenas son el 2017 de Sebastián. Llamémoslo Sebastián, aunque el nombre de este joven es otro, y su edad y origen exacto los deja en reserva. No quiere levantar el avispero en el municipio venezolano donde aún lo persiguen, pero necesita hablar, contar cómo terminó de mesero en la capital antioqueña y, ojalá, presionar para que el Gobierno de Colombia responda pronto y de forma favorable a personas que, como él, corren riesgo en su patria y creen estar a salvo en este país.

El peligro de Sebastián está latente. En enero pasado, miembros del Sebin, Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional, siguieron sus pasos de la casa al trabajo y le tomaron fotografías. El joven le ha resultado incómodo a las autoridades del departamento desde que era un estudiante universitario y protestó en contra el cierre de Radio Caracas Televisión y del intento de consulta popular del fallecido Hugo Chávez para modificar la Constitución.

En las protestas del 2014 en contra del Gobierno de Nicolás Maduro, que había convertido a Venezuela en el país con la más alta inflación del mundo y en el más inseguro de América Latina, Sebastián fue reseñado.

En esa jornada de calle murieron 43 manifestantes, detuvieron al líder opositor Leopoldo López y al concejal lo llamaron públicamente desde la Gobernación: “Guarimbero del estado”, “promotor del golpe”.

Los calificativos siguieron. “Promotor del terrorismo en Táchira”, le dijeron desde las altas esferas del poder local. Con esa tensión, que se sentía en la calle y entre grupos de oficialistas, el concejal temió que le sucediera como a José Vicente García, un político de ese estado que tras hacer una huelga de hambre en el Vaticano pidiendo elecciones parlamentarias para Venezuela, regresó al país y fue encarcelado por el hallazgo de granadas y uniformes militares en su vehículo, que al parecer alguien le puso.

La afrenta de un colectivo de seguidores del Gobierno aumentó la desazón. Luego de una protesta este año, hombres desconocidos lo sacaron de entre la multitud, le mostraron un arma de fuego y le anunciaron que tenían una cuenta pendiente.

“Sentí que corría peligro. Y yo puedo resistir la cárcel, pero no soportaría ver a mis padres sufriendo por una injusticia. Por eso había que apartarse un tiempo”, describe el concejal la antesala de su viaje a Colombia en febrero de este año.

En Medellín ya estaba su hermano, que beneficiado por la extinta visa del Mercosur, consiguió quedarse de forma regular, trabajar y conformar una familia.

Sebastián, que tenía cómo sustentar la persecución en Táchira, optó por pedir el refugio, un estatus de protección que Colombia otorga cuando el solicitante tiene “fundados temores de ser perseguido por motivos de raza, religión, na¬cionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas”, o porque “se hubiera visto obligado a salir de su país porque su vida, seguridad o libertad han sido amenazadas por violencia generalizada, agresión extranjera, conflictos internos, violación masiva de los derechos humanos”, o porque “haya razones fundadas para creer que estaría en peligro de ser sometido a tortura u otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes en caso de que se procediera a la expulsión, devolución o extradición al país de su nacionalidad o de residencia habitual”.

Desde marzo, hace ocho meses, el concejal espera una respuesta del Gobierno. Sabe que la decisión puede tardar incluso años. La causa, dice, es que Colombia ha estado preparada para que la gente salga, mas no para que llegue.

También sabe que ni los venezolanos ni los refugiados en general son más prioridad para el Gobierno que los colombianos, pero una respuesta ágil es parte de la protección que necesitan quienes tuvieron que huir de regímenes y temen volver.

Y es que entretanto tienen un veredicto, los solicitantes deben aguardar sin trabajar y sin posibilidad de ir a su país de origen, donde tendrían las necesidades básicas garantizadas. Infringir estas condiciones podría significarles la pérdida del procedimiento.

“Pretenden que vivamos de la caridad, pero eso no siempre se puede. Yo debo trabajar en la informalidad, como mesero, porque de lo contrario no tendría cómo sobrevivir”, confiesa Sebastián, para quien la cantidad de compatriotas que él mismo vio en Cúcuta, agolpados en plazas e iglesias por un almuerzo, son muestra de que en cualquier momento la situación podría salirse de control para Colombia.

En cercanías a la terminal de transportes de la capital de Norte de Santander hay decenas de venezolanos esperando salir de esa ciudad hacia otras en Colombia o el exterior. FOTO: Julio César Herrera - EL COLOMBIANO

Por ahora, el Gobierno Nacional y las organizaciones humanitarias describen el flujo de venezolanos que ingresan a Colombia por la frontera como “gota a gota”: hay días en que el conteo oficial reporta el paso de 25.000 ciudadanos, a veces son 30.000 y en ocasiones suman 36.000. Algunos cruzan para abastecerse y suelen retornar, pero hay quienes buscan a Colombia como destino o como camino a otras naciones de acogida, un número indeterminado por la cantidad de personas que no sellan su pasaporte e ingresan por trochas.

Ahora, si el gota a gota se convirtiera en avalancha por cualquier giro sorpresivo en la política o economía del país vecino, Colombia tiene bajo la manga un controvertido plan: construir campos de refugiados para venezolanos en la frontera.

“Tenemos lista la logística y de dónde la vamos a sacar y cómo se va a administrar”, reveló a EL COLOMBIANO en agosto pasado Juan Carlos Restrepo, consejero de Seguridad de la Presidencia de la República. “Sabemos qué se requiere y estaremos preparados para abordar esa opción”, continuó, sin agregar más detalles.

Si su espera desde marzo sigue sin dar frutos, Sebastián cree que la situación para decenas o cientos de solicitantes aglutinados en un campamento no sería muy distinta y se correría el riesgo de que la lentitud en los trámites lleve al desespero, y el desespero conduzca a actividades criminales para subsistir. Por eso, dice que espera un poco más de la respuesta de Colombia con peticiones como la de él. Al fin y al cabo “desde nuestro origen nos hemos dicho que somos países hermanos”.

Colombia, ¿destino de refugiados?

Pero la preocupación por los refugiados es incipiente en nuestro país. Los investigadores del Pew Research, un centro de análisis estadounidense, entrevistaron este año a 1.000 colombianos en 26 departamentos, y encontraron que mientras un 74 % se mostraban inquietos por asuntos como la amenaza del cambio climático, apenas a un 33 % los tocan las 65,6 millones de personas que han tenido que huir de sus países por conflictos, hambrunas o crisis políticas, y han buscado protección en otras naciones, incluida Colombia.

La imagen de aquel niño sirio que hallaron ahogado en una playa de Turquía en 2015, y que mostró al mundo la cara más amarga de quienes migran porque temen por su vida o su libertad, nos mueve, pero nos sigue pareciendo lejana.

Pese a la existencia de más de 300.000 colombianos en una treintena de países con estatus de refugiados, esa realidad se escapa de los debates nacionales sobre el desarraigo y hace parecer ínfimo el hecho de que en este país, con un historial espantoso de violencia y persecución, haya 358 personas de 16 nacionalidades que buscan protección, 10 veces más que los que llegaron con el mismo propósito hace dos décadas.

Pero incluso con el silencio de la academia, las autoridades y los medios, el aumento deja una duda en el aire: ¿Se está convirtiendo Colombia en un territorio receptor de refugiados?

Desafortunadamente ni siquiera ha dejado de ser un país expulsor. Según Christian Visnes, representante del Consejo Noruego para Refugiados (NRC) en Colombia, en las oficinas de esta organización en Ecuador se ha evidenciado un leve aumento de población colombiana que busca refugio, mientras en Panamá se siguen reportando solicitudes de asilo, sencillamente porque “hay lugares en el país donde todavía no es posible hablar del fin del conflicto armado”.

Lo inevitable, que Colombia tiene una nación violentada en el exilio, lo corrobora Juan Manuel Zarama, quien desde hace dos años investiga el tema para producir un detallado informe que publicará el Centro Nacional de Memoria Histórica en 2018.

Un escaso reconocimiento del desplazamiento forzado externo como forma de violencia ha sido el principal hallazgo, y eso se siente en la ausencia de políticas públicas qué impide saber a ciencia cierta cuántos cruzaron la frontera o tomaron un vuelo por cuenta del conflicto, cuáles son sus necesidades y si la distancia ha logrado o no contener sus amenazas.

Tampoco la sociedad ha abierto el debate. La gente asume que los colombianos por el mundo están mejor que los de acá, pero desconoce que muchos fueron víctimas y que irse no fue su elección. En otro país, además, el acceso a la reivindicación de sus derechos, la justicia para sus muertos y desaparecidos y la verdad de los hechos que los expulsaron están lejos de su alcance.

Colombia, tierra querida

Aun siendo un expulsor, un expulsor ingrato, Colombia no se escapa de recibir refugiados.

Jozef Merkx, representante de Acnur en Colombia, le contó a EL COLOMBIANO hace cinco meses que si bien la misión de esa agencia de la ONU está con los refugiados, el enfoque más fuerte durante su historia en este país fue con desplazados internos por el conflicto armado. Sin embargo, dice, “últimamente el tema está ganando en importancia. En años pasados, Colombia era un país de tránsito, de migrantes haitianos, cubanos y africanos que pasaban, viniendo del Ecuador o Brasil, e iban rumbo a Panamá y luego al norte. Pero también están llegando los que tienen problemas de protección en sus países de origen”.

Pocos son los reconocidos como refugiados, “por eso es un tema que no nos ha preocupado demasiado”, insiste el representante, y aún así en Acnur se piensa que cada vez más Colombia podría convertirse en destino para gente que está buscando protección internacional”. Al representante le preocupa que el sistema migratorio actual está diseñado para poca gente, lo que retrasa los tiempos de solicitud y aumenta la incertidumbre de quienes confían en este país como un probable destino.

“Le hemos dicho al Gobierno que es urgente actualizar la política migratoria. Ya no es como antes, cuando Colombia era visto como país expulsor. Estamos ante un fenómeno nuevo en el que se empieza a recibir. Tenemos que ser realistas y prepararnos mejor”, concluye Merkx.

Visnes corrobora que el ingreso de población que solicita refugio en Colombia es una realidad:

“No hay duda de que el país es un receptor de refugiados y es fundamental que sea recíproco con la atención brindada a sus connacionales que han solicitado protección internacional como consecuencia del conflicto”, resalta, y expone que los funcionarios de las oficinas del NRC en Norte de Santander, Arauca y La Guajira están siendo testigos de un leve incremento en el número de consultas sobre el procedimiento de refugio en Colombia, específicamente de venezolanos.

Sobre el incremento tiene dudas Mauricio Jaramillo, internacionalista de la Universidad del Rosario. Según dice, en general, todas las zonas del mundo están expulsando y recibiendo refugiados, aunque reconoce que en América Latina hay un fenómeno que lo inquieta: la migración es cada vez más grande en nuestro continente y las nuevas dinámicas han cambiado la idea de que el sur huye de manera masiva al norte. “Esa división del sur y el norte está en tela de juicio, y Colombia está en el medio”, sugiere.

Ahora, con la crisis política y social de Venezuela y la migración oscilante de esos ciudadanos por la frontera con Colombia, es apenas normal que se esté pidiendo y otorgando refugio con mayor frecuencia que en años pasados. No obstante, alega Jaramillo, también es apenas normal que por las condiciones económicas de los departamentos de frontera y las nacionales, Colombia no pueda atender a los connacionales que buscan protección como idealmente se debe.

“Si países como Francia, Noruega y Alemania tienen problemas en el otorgamiento de refugios, uno imagina que aquí no puede ser distinto”, argumenta el experto, y reconoce que aunque cuesta justificar el rechazo o las dilaciones de las solicitudes por parte de Colombia hacia los migrantes, “porque cualquier ser humano con razones objetivas para salir de su país debería ser bienevenido en cualquier otro”, desafortunadamente, hay que convivir con el “desequilibrio” en los flujos de migración.

En octubre, familias refugiadas protestaban a las afueras de la embajada de Alemania en Atenas para pedir la apertura de la frontera que les permita viajar a ese país a reencontrarse con sus familias. FOTO: AFP

“Resulta imposible que el Estado colombiano pueda dar respuesta ágil y positiva a todos los casos. Uno sí buscaría un porcentaje que privilegiara a aquellas personas que efectivamente corran peligro si retornan a sus países. Eso sería más humanista, justo y corresponde a los derechos de las migraciones, pero plantearlo en términos de si está bien o mal, es difícil”, afirma Jaramillo, convencido de que la figura de un salvoconducto (un documento que se otorga a los solicitantes de refugio mientras Colombia les da respuesta), que limita los derechos de los migrantes, es un punto necesario e intermedio entre la irregularidad absoluta y la regularidad total.

De hecho, en coyunturas muy precisas como la que vivimos con Venezuela, es “normal”, alega el internacionalista, que esos salvoconductos tracen límites en términos de posibilidades de empleo, educación y condiciones de permanencia: “Aquí de lo que hay que hablar es de proporcionalidad, y la proporcionalidad de esas limitaciones es la magnitud del flujo diario de venezolanos a Colombia”.

¿Por qué no acogemos más y mejor?

En los relatos de refugiados colombianos en el exterior, Juan Manuel Zarama ha percibido una ruptura de sus lazos emocionales, un desarraigo con el país y complicaciones propias de estar afuera, como el idioma o el empleo, que tienen que enfrentar con silencio, nostalgia y soledad.

“Viven el país y lo sufren desde afuera”, describe, convencido de que ningún caso de los que ha escuchado ha sido fácil: mientras en Europa y Norteamérica los refugiados se ven obligados a romper sus lazos comunitarios, en naciones vecinas las víctimas están más vulnerables, porque el riesgo sigue latente.

Dependiendo del nivel de burocracia de los países a los llegan también es su grado de incertidumbre. La aceptación como refugiados puede tardar años y algunos gobiernos les impiden trabajar o estudiar mientras que esperan. Los colombianos tampoco son ajenos a las deportaciones, aunque tengan protección internacional. Ese tipo de decisión, “bastante cuestionada”, ocurre sobre todo en contextos fronterizos.

Lo que resulta irónico es que la situación no es muy distinta para los extranjeros víctimas de otros conflictos que llegan a Colombia. “Eso demuestra la falta de sensibilidad de este país con sus propias víctimas que están afuera y con las que le llegan de otros lugares”, o así lo defiende Juan Manuel, para quien aunque este país tiene las condiciones y la ubicación geográfica estratégicas para acoger refugiados al nivel de los vecinos Ecuador (102.848, solo hasta 2016), Brasil, (9.668, solo hasta 2016) y Panamá (16.292, hasta 2016), y poco lo hace, aunque comparta frontera con Venezuela, donde hay una salida dramática de ciudadanos por condiciones como persecuciones y violaciones masivas a los derechos humanos, ambas causales de solicitud de refugio.

Infografía El Colombiano

La anterior comparación, opina Juan Manuel, resulta irónica y demuestra que la falta de sensibilidad de Colombia con sus propias víctimas en el exterior (la problemática de refugiados más grave de América, afirma él) es replicable a la llegaba de refugiados a nuestro territorio.

“Colombia, un país altamente expulsor, pero está replicando esos modelos de revictimización y desprotección de los refugiados en la acogida de extranjeros”, insiste el investigador, para quien no cabe duda de que 466 solicitudes aceptadas en dos décadas es una cifra “ínfima” si se compara con el mapa completo de las recepciones en la región.

Un agravante de esta situación es la baja tasa de reconocimiento del refugio. De acuerdo con información de la Cancillería, entre junio del 2014 y junio del 2017 , 318 solicitudes de

s

refugio fueron rechazadas por Colombia y 59 más fueron desistidas por los extranjeros, lo que suma 377 pedidos frustrados, un número mayor a las solicitudes de refugio actualmente vigentes en el país (358).

Visnes, del Consejo Noruego de Refugiados, cuenta que según cifras que conoció de Migración Colombia, hasta septiembre de 2017 solo se había brindado el estatus de refugio a siete personas en este año. “Eso quiere decir que la gran mayoría de solicitantes deben vivir por meses con las restricciones del salvoconducto, como el veto al trabajo y a la movilización entre ciudades”, advierte.

Arriesgándose a obtener un “no” de Colombia, estas personas soportan una larga espera. De acuerdo con Acnur, aunque el Ministerio de Relaciones Exteriores hace un buen trabajo, la demanda de solicitudes está creciendo rápido y el procedimiento para dar respuesta es el mismo de hace años y con un equipo humano que poco varía: el extranjero manifiesta ante la oficina de Migración que quiere una visa de refugiado, el pedido pasa a evaluación en la Comisión Nacional de Refugio (Conare), posteriormente hay una entrevista para probar que la persona reúne los elementos que estipulan las normas y una última comisión dentro de la Cancillería discute y toma la decisión.

Mientras tanto, y eso puede significar meses o años, el extranjero sigue aferrado al salvoconducto, documento que debe renovar cada 90 días hasta obtener respuesta. La opción entonces es vivir de ahorros o de remesas que les envían sus familiares o amigos, ya que según la misma Cancillería, los solicitantes no cuentan con albergues ni reciben ayuda económica del Gobierno, a menos de que organizaciones como Acnur o Pastoral Social (de la Iglesia católica) prioricen sus casos y les tiendan la mano.

Mediante un derecho de petición, le preguntamos a la Cancillería cuántas veces se les ha renovado el salvoconducto a las 358 personas que en la actualidad tienen vigente una solicitud de refugio en el país, para así conocer por cuánto tiempo han tenido que esperar un veredicto a su pedido de protección. La respuesta fue que esa información está reservada, porque requiere la individualización de los registros migratorios, y eso involucra o bien un tema de seguridad nacional o la privacidad de los extranjeros.

Lo que sí se sabe es que 191 extranjeros (el 47 % de los solicitantes) han sido llamados a la entrevista con Conare, lo que podría estar acercándolos al fin del procedimiento. Aún así, dos familias extranjeras que ya pasaron por esta diligencia relataron que los mismos entrevistadores les advierten de la alta exigencia para recibir el refugio e incluso, dice con desesperanza uno de ellos, “que no me ilusione, que no están dando refugios”.

Para Visnes, está claro que Colombia ha demostrado ser solidario frente a las diferentes crisis y situaciones humanitarias en el continente, pero en el caso de los solicitantes de refugio, el Gobierno está prolongando innecesariamente la incertidumbre.

Por ejemplo, el país promovió una visa humanitaria para la población venezolana que está en el territorio nacional de manera transitoria, permitiéndole el acceso a los derechos como trabajo, salud y educación por dos años. No obstante, es paradójico que ese tipo de medidas no apliquen para las personas que se han visto obligadas a huir de otros países y que solicitan refugio.

De otro lado, explica Visnes, las restricciones que plantea el salvoconducto generan un incremento en los riesgos relacionados con prostitución, informalidad o participación en actividades ilícitas.

Y es que aunque la determinación de la condición de refugio es un acto de soberanía de los estados, el acceso a tiempo y de manera efectiva a la condición de refugio salva vidas, mientras la respuesta tardía o el rechazo a una solicitud podría tener consecuencias mortales para la población.

“Los refugiados deben ser entendidos como personas que huyen por la violencia o la persecución. Con frecuencia, su situación es tan peligrosa e intolerable que deben cruzar fronteras internacionales para buscar seguridad en otro país”, exhorta el director del Consejo Noruego, y aclara que el tiempo para brindar la condición de refugio, se supone, no debería exceder los tres meses luego de su solicitud y, en casos excepcionales, no debería sobrepasar el medio año.

La incertidumbre de un solicitante de refugio puede terminar en algo más que la zozobra y afectar el acceso a derechos que, sea cual sea la frontera, tienen el mismo peso en la sociedad: escuela, empleo, alimento, salud.

Batalla por la salud

Esperar por el refugio en casa de amigos, con el español como mecanismo de defensa y con ahorros o ayuda externa para solventar las necesidades es una historia. Pero aguardar meses, incluso años, a cambio de alguna certeza, en un país desconocido, sin empleo y con una situación de salud delicada, eso es distinto.

Esta preocupación es la batalla que libra Juan Carlos Pirela, un venezolano con VIH y guía de otros connacionales en iguales condiciones que llegaron a Bogotá.

Hasta hace tres años, la atención para pacientes como él en Caracas funcionaba bien, pero la escasez de medicamentos se agudizó y se agotaron los reactivos para exámenes de laboratorio que permitieran identificar la evolución de la carga viral. Muchos infectólogos dejaron los hospitales para migrar, y Pirela empezó a temer por el deterioro de su sistema inmunológico.

Era 2014, y las premuras en el sistema de salud coincidieron con una época de agitación en las calles. Las multitudinarias protestas en contra del Gobierno de Nicolás Maduro dejaron 43 muertos y más de mil heridos a quienes socorristas voluntarios como Pirela ayudaban.

El precio de auxiliarlos era alto: mientras ellos curaban heridas y asistían a quienes perdían el aire por los gases lacrimógenos, la Guardia venezolana y la Policía Bolivariana intentaban arrebatárselos para llevarlos a prisión acusándolos de rebeldía.

En una de esas, a Pirela le dieron una golpiza de no olvidar, y quedó señalado por las autoridades del sector caraqueño en el que servía de voluntario. El temor a una persecución lo hizo optar por mirar a Colombia como destino para protegerse.

Dos años esperando la respuesta a un refugio han sido una batalla personal para ganar en salud y seguridad:

El sueño de Pirela, de construir un hogar de paso para venezolanos con VIH en Colombia, surgió de ver a otros compatriotas en su situación. Él corrió con la fortuna de mantener los beneficios en salud que le dio la extinta visa Mercosur, incluso cuando tiene un salvoconducto, pero esa no es la situación de la mayoría.

Quienes ingresaron a Colombia por trochas y no hicieron sellar su pasaporte ante un puesto de control migratorio (un número indeterminado), o quienes llegaron después del 28 de julio, fecha límite en la que el Gobierno otorgó un permiso especial a venezolanos para quedarse en Colombia por dos años y tampoco sellaron pasaporte, se encuentran en el país de forma irregular y no pueden afiliarse a una EPS.

Por fuera del Sistema General de Seguridad Social en Salud y sin una fórmula médica firmada en Colombia, los venezolanos con VIH difícilmente logran acceder a su tratamiento.

Es el caso de Francisco Hernández, 25 años y un diagnóstico reciente de VIH. Se fue de Caracas porque tardaba más cobrando el pago que obtenía como asistente administrativo que gastándolo. “Un cuarto de mi sueldo alcanzaba apenas para un kilo de pollo”, cuenta, y recuerda que en noviembre del 2016, en menos de 15 días, fue secuestrado una vez y atracado en otra ocasión.

Luego de perder los ahorros por cuenta de la inseguridad en la capital venezolana, salió en carretera hacia Colombia: de Caracas a Maracaibo, de Maracaibo a Paraguachón, y de ahí, en la frontera con La Guajira, hacia el interior.

En Bogotá lo esperaba su novio, a quien había conocido dos años atrás en su país y quien prosperó como vendedor para una empresa de telecomunicaciones colombiana. Así, al menos la casa estaba asegurada, pero la búsqueda de empleo con un pasaporte sellado, que le permitía estar solo tres meses en Colombia, fue ardua:

“Recorrí el sur de Bogotá caminando, y nada. Recuerdo a una señora de una panadería que cuando supo mi nacionalidad me dijo: no, a los venezolanos no los contrato, a los venezolanos les tengo asco. No esperaba que aquí me trataran con la punta del pie. Luego, me dieron chance en ferreterías, fui obrero, limpiador y por último estuve en una pescadería, de 7 am a 7 pm, por $25.000 diarios”.

Francisco Hernández, paciente venezolano VIH positivo, no ha podido acceder a un tratamiento en Bogotá, porque no puede afiliarse a una EPS. FOTO: COLPRENSA

De oficio en oficio y temiendo volver a frontera y ser deportado, a Hernández se le escapó el tiempo y el sello del pasaporte perdió vigencia. Por eso, cuando el Gobierno colombiano ofreció un permiso especial de dos años para venezolanos que estuvieran en este país, el joven se quedó sin el beneficio.

De hecho, aún cuando su situación migratoria es irregular, prefiere las mil y un soluciones aquí, con los abogados que tenga que ser, con el miedo a ser deportado, que regresar a Venezuela, donde la inseguridad, la incertidumbre y la escasez son tan altas que debe temer por su vida.

Y es que desde hace dos meses su integridad le preocupa más que siempre. El olor de unas pastillas en el bolso de su pareja le hicieron pensar que se trataba de antiretrovirales. En efecto, dos años atrás, su novio había sido diagnosticado de VIH y por temor a perderlo no le contó.

Hernández sintió el contagio como una traición. Eran su salud, su vida, las que estaban en juego. Con los días y la resignación de que lo único que le queda es luchar, por ambos, perdonó y comenzó diligencias médicas por la vía particular. La Western blot, la prueba confirmatoria de la carga viral de VIH e indispensable para iniciar un tratamiento, cuesta un millón 200 mil pesos que no ha podido pagar.

Una vez tenga los resultados vendrán las citas con médico general, urólogo, e infectólogo, cada una por encima de los $100.000, y luego los medicamentos: “ahí sí no sé cómo voy a ser. Hay antiretrovirales que superan el sueldo mínimo. De todas formas, tendré más posibilidad de estar vivo aquí quedándome como ilegal”.

Otro camino

A Pirela le preocupa que los años sin carga viral no solo complican al paciente, sino que terminan saliéndole más costosos a Colombia. Y es que sin afiliación a una EPS, la Ley 100 de 1993 dispone que los extranjeros que están de forma irregular en el país puedan ser atendidos en urgencias, en muchos casos, cuando ya es tarde para quien porta el virus o cuando la atención excede los valores esperados.

Esta población de venezolanos con VIH, que solo en Bogotá supera los 100, según las personas que han contactado a Pirela para ayuda, corren peligro cada vez que acumulan meses o años sin tratamiento y, en algunos casos, se ven obligados a ejercer la prostitución para costearse medicamentos de forma particular.

“El cuerpo se va debilitando y la enfermedad avanza. Sabemos de pacientes que deben acudir a la prostitución para pagar sus medicamentos, que cuestan desde $25.000 hasta $400.000 por mes. También para la alimentación, el arriendo y lo que envían a sus familias en Venezuela”, denuncia Pirela, y agrega que conoce de casos de venezolanos que se prostituyen por menos de $10.000.

“¿No es más viable que un organismo internacional o Colombia piensen en estrategias para dar solución a los extranjeros que llegan buscando seguridad de cualquier tipo?”, se pregunta el venezolano.

Las alternativas pueden estar. Merkx, de Acnur, cuenta que en sus diálogos con la Cancillería no se está imponiendo que todo el mundo tenga que recibir un refugio en Colombia, pero sí que surjan opciones migratorias nuevas,

como el Permiso Especial de Permanencia para venezolanos o la existencia de una visa humanitaria.

Para Visnes, además, es vital que la Comisión Asesora para la Determinación de la Condición de Refugio realice una lectura todavía más comprensiva de las situaciones que ameriten brindar refugio, y es urgente que Colombia se reconozca como un país de tránsito de personas que buscan refugio en otras naciones de la región, lo que implica necesariamente adoptar medidas para brindar asistencia humanitaria y protección.

Si lo anterior no ocurre, si el llamado de los solicitantes de refugio y refugiados se ignora, si la historia de desarraigo e indiferencia de los colombianos exiliados no se escucha, entonces este país continuará castigando a quienes esperan protección en una tierra que comenzó a hablar de paz.