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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • La creación de un poeta: de cómo Rilke escribió sus elegías

La creación de un poeta: de cómo Rilke escribió sus elegías

Hace 100 años, Rilke terminó las Elegías de Duino, uno de sus trabajos poéticos más importantes.

Renato Sandoval Bacigalupo | Publicado

El 9 de febrero de 1922, desde su refugio valesiano de Muzot (Suiza), Rilke, con las manos aún temblorosas, se apresura a escribirle a su amiga Baladine Klossowska: “Merline, ¡estoy salvado! Lo que más me angustiaba y me oprimía está resuelto, y creo que con la gloria. No fueron más que unos días, pero nunca había soportado una tormenta de corazón y de mente. Todavía estoy temblando; esta noche creía que no podía más, pero he ahí que he vencido. Y he salido ahora mismo para acariciar a la luz de la luna a este viejo Muzot” (Cartas francesas a Merline, Madrid: Alianza Tres, 1987, p. 142).

Días más tarde, con la misma exaltación, se dirige a Lou Andreas-Salomé, exclamando: “Ellas son. He salido, y a este pequeño Muzot que me ha protegido, que me las ha finalmente concedido, lo he acariciado como un animal grande y viejo” (Briefwechsel mit Lou Andreas-Salomé, Wiesbaden: Insel Verlag, 1952, p. 223). Y a su fiel amiga y protectora la princesa Marie von Thurn und Taxis, dueña del hoy célebre y ya desaparecido castillo de Duino (cerca de Trieste), le dice: “Al fin, Princesa, al fin el día bendito, ¡oh, cuán bendito!, en que puedo anunciarle la conclusión, hasta donde puedo ver, de las Elegías (...), todo en pocos días; fue una tempestad indecible, un huracán del espíritu (...), más entretanto esto es. Es. Es. Amén” (R. M. Rilke. Briefwechsel mit Marie von Thurn und Taxis, Wiesbaden: Insel Verlag, 1951, t. II, p. 697).

En efecto, el poeta, en pocos días, había llegado a concluir las hoy justamente famosas Elegías de Duino junto con sus espléndidos Sonetos a Orfeo, hecho que a todas luces es una de las más esforzadas pero también gratificantes empresas poéticas de las que haya sido testigo el siglo, y que tiene en ambas obras, sobre todo en la primera, una de las cumbres de la poesía contemporánea, así como también lo son sus coetáneas The Waste Land, de Eliot, y Trilce, de Vallejo, con quien el Rilke de las Elegías tiene múltiples consonancias.

Desde antes

Si bien éstas fueron finiquitadas en el lapso de un par de semanas, su gesta, en cambio, se remonta a diez años años antes cuando, de visita al castillo de Duino (en Nebrasina, a la sazón territorio austríaco bañado por el Adriático), Rilke compone, además del poema “Vida de María”, las dos primeras así como parte de la tercera, sexta, novena y décima elegías, en una época en que el poeta se hallaba en plena crisis, personal y artística, y consideraba frente a Lou Andreas-Salomé, discípula de Freud, la posibilidad de someterse a un tratamiento sicoanalítico.

Es entonces cuando, durante un paseo a lo largo de los arrecifes que a su paso le abrían sus fauces al fondo de un impresionante abismo, este verso irrumpe de pronto en su mente: “¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros celestiales?”, palabras que anotara enseguida con la convicción absoluta de que serían el comienzo de algo en verdad decisivo para su escritura y también para su vida.

Y esta temprana intuición fue cierta, aun cuando el poeta no sospechó en un principio que la gran tarea que debía acometer le demandaría grandes penurias a todo nivel y, sobre todo, hacerse de una paciencia y un tesón a toda prueba, aguardando el momento y el lugar oportunos para el nacimiento de ese gran poema visionario que en su conjunto lo conforman las Elegías.

Así, pues, estas no fueron concluidas hasta mucho después de la Primera Guerra. Por esa época Rilke sufría de una gran depresión y apenas si logró escribir unas cuantas composiciones, si se exceptúa la cuarta elegía que fue redactada en Munich en 1915. Tuvo que llegar 1922 para que la espera diera sus frutos, y con creces, en congruencia con lo que él desde siempre había proclamado, en el sentido de que los buenos resultados solo llegan para los que tienen paciencia y viven despreocupados y tranquilos como si ante ellos se extendiera la eternidad. “Lo aprendo diariamente –le decía a un joven poeta–, lo aprendo en medio de dolores a los cuales estoy agradecido. Paciencia lo es todo” (R. M. Rilke. Cartas a un joven poeta, Bs. As.: Siglo Veinte, 1973, p. 44).

Atrás queda la obra de un artista en cuya primera etapa se verifica una vena meliflua, preciosista y de corte sentimental, con una escritura fluida basada en el uso abundante de encabalgamientos, y con los temas y las posturas estéticas propios del romanticismo finisecular.

El hímnico Libro de las horas (1905) es representativo de este período. Sus Nuevos poemas (1907-1908, dos volúmenes) llevan la impronta de su amistad con el escultor francés Auguste Rodin, de quien trató de aprender a conquistar su propia subjetividad de modo que pudiera, mediante el trabajo, crear de manera continua, sin depender de la inspiración.

A propósito de esto, en una de sus primeras cartas al autor de La puerta del infierno, un devoto y admirador Rilke le confiesa: “No fue solo para escribir un estudio que vine hacia usted. Llegué para preguntarle: ‘¿Cómo se debe vivir?’ Y usted respondió: ‘Trabajando’. Lo comprendo. Bien comprendo que trabajar es vivir sin morir” (R. M. Rilke. Cartas a Rodin, Bs. As.: Ediciones Archipiélago, 1943, p. 72).

Es por esos años cuando acuña el término “Poema-cosa” (Ding-Gedicht), en asociación con Nuevos poemas, compuesto de textos meticulosamente elaborados y en los que el artista intenta recrear la esencia de los objetos externos. Todo esto mientras que en la novela “protoexistencialista” Los cuadernos de Malte Laurids Brigge (1910), el personaje principal, un pobre poeta danés –inspirado en las figuras de J. P. Jacobsen y del noruego Sigbjörn Obstfelder– trata en vano de transformar su desdicha en beatitud.

Pese a la fatalidad

De otro lado, el anhelo de trascendencia se constituirá en uno de los temas fundamentales de las Elegías de Duino, libro con el cual Rilke considera inaugurada su “obra del corazón” (Herzwerk), superando la fase de Nuevos Poemas o bien lo que él llamaba “obra del rostro” (Werk des Gesichts), etapa ésta en estrecha relación con las artes figurativas. Mediante las Elegías y los Sonetos a Orfeo (ambos títulos aparecidos en 1923), el poeta plasma, con la mayor intensidad posible, su particular visión del mundo en la que, luego de expresar el sentimiento trágico causado por la brevedad de la existencia, se llega a una percepción casi mística de la unidad de la vida y la muerte, proclamando esta monista Weltanschauung mediante el empleo de audaces y expresivas metáforas mitopoéticas.

Huelga decir que el mismo Rilke estaba consciente de la trascendencia de esta demorada obra mucho tiempo antes de haberla llevado a término, pues desde siempre tuvo la certeza de que en su interior se iba incubando el germen de algo que, si bien suyo, parecía completamente diferente a lo que él era y a lo que hasta entonces había hecho. Llevarlo a cabo, contra todo obstáculo, luchando en especial contra su propio ser retorciéndose dividido por la angustia y el dolor, ésa era su misión. El 26 de junio de 1914, desde París, cuando apenas si había logrado pergeñar las tres primeras elegías, le escribe a Lou Andreas-Salomé: “(...) Me crispo en una espera incesante que agota mi vista, que extenúa mi cuerpo. (...) Yo me entrego a esta espera, pero no lo hace así mi alma, (...), y por eso mi cuerpo se contorsiona en esta árida solicitud. (...) (Mi alma) es el metal de la campana y Dios la mantiene incandescente y prepara la hora potente de la fundición”(R. M. Rilke. op. cit., p. 78). Años más tarde, un mes después de haber concluido las Elegías (Muzot, 17 de marzo de 1922), más sereno, satisfecho y con justificada inmodestia, se dirige a la Condesa de Sizzo en los siguientes términos:

“Pero en lo que se refiere a los poemas mayores (es decir, las Elegías), se trata efectivamente de aquellos trabajos comenzados en el invierno de 1912 en Duino, continuados luego en España y París, y a los que la guerra y la posguerra –como yo hube de temer a menudo– amenazaron con hacer fracasar antes de que llegaran a su término y perfección. Esto habría sido muy duro, pues dichos poemas contienen lo más importante, lo más válido que yo había podido fijar cuando me hallaba alrededor de la mitad de la vida, y habría sido la más amarga de las fatalidades si hubieran quedado frustrados en el punto más íntimamente en sazón, sin dar forma a lo que había presupuesto tantas condiciones dolorosas y tantos vislumbres de felicidad” (R. M. Rilke. Briefe an Gräfin Sizzo. (1921-1926), Frankfurt: Insel Verlag, 1977, p. 202).

Y dicha amarga fatalidad habría sido también la de todo aquel que considere la poesía algo más que un artículo suntuario, de fácil consumo y de corta duración, y es en tal sentido que las Elegías no son para todo el mundo. Nuestra necesidad de una poesía de corte metafísico se ve muchas veces mitigada, en especial cuando no se trata de una que sea “bella”, como se entendería normalmente, o que se ocupe de temas de actualidad tal como acaso muchos lectores quisieran. Se podría reaccionar frente a la obra máxima de Rilke como lo hiciese Ricarda Huch ante el fiel editor Kippenberg, cuando le dijo que el libro le parecía tan incomprensible como bohemio (de Bohemia, en cuya capital, Praga, nació el poeta), y que todo su ser se le erizaba si se veía obligada a meditar acerca de su significado profundo. Y, no obstante, este volumen tan breve que solo contiene 853 versos goza de tal prestigio que aún hoy, a cien años de su nacimiento, sigue concitando la atención de nuevos lectores y generando nuevas interpretaciones.

Como señala Wolfgang Leppmann, algunos quedan fascinados por su intento de otorgarle una razón de ser a la existencia humana en un tiempo por demás secularizado y en el cual ya no se cree en un más allá. Wolgang Leppmann. Rilke. Leben und Werk, Manchen: Scherz, 1993, p. 424. (Por cierto, Rilke no da ninguna respuesta directa al respecto, aunque hay que destacar lo extraordinario de sus cuestionamientos e inquietudes que tocan a diferentes áreas del saber: artes plásticas, sicoanálisis, antropología, historia de la literatura, angelología, técnica, mitología...). Otros se sienten deslumbrados por la amplitud del panorama que el poeta despliega ante sus ojos. No solo el que tiene que ver con el espacio cósmico interior (Weltinnenraum), sino también con el espacio histórico que va desde el Tobías del Antiguo Testamento hasta nuestros días de burgueses entrando a su casa por la cocina, y esto Rilke lo realiza unas veces usando su propia voz y otras desde la perspectiva del prójimo.

Las elegías

¿Pero cuál es el tema o temas de las Elegías, en el supuesto caso de que se pueda hablar de temas en una obra tan sui generis como la que nos ocupa? Difícil, muy difícil aventurar una lectura en ese sentido sin ir en detrimento de la extraordinaria ambigüedad tan cargada de significación que ellas albergan y, sin embargo, acaso sea preciso hacerlo, si no intentando (en vano) aprehender su centro –que en realidad son varios–, al menos mediante sucesivas aproximaciones que traten de captar lo que en un momento dado ellas nos permitan vislumbrar. Porque si bien la poesía en general se convalida en la medida en que se dirige a nuestra emotividad, se hace todavía más crucial y decisiva si, como las Elegías, logran también conmocionar nuestro intelecto necesitado siempre de algún tipo de exégesis. Dicho esto, ya puro riesgo, he aquí el ritmo interior que, creo, las anima en la disposición como ahora las conocemos, y con lo que esbozo, a la postre, mi propia lectura.

(I) El texto se inicia con el poeta de cara a un mundo salvaje e incomprensible (de ángeles, de animales, de hombres) que lo cuestionan y lo apelan. En lugar de gritar, decide escuchar con el objeto de explorar, de saber. (II) El poeta, entonces, se compara con la inalcanzable y desdeñosa perfección de los ángeles, y es así que se le revela su propia transitoriedad y delicuescencia. (III) Se remonta al pasado, a los orígenes, en búsqueda de sus primeras causas (padres, ancestros), (IV) y después al presente donde descubre que todo es contradicción, hostilidad, viaje ineluctable hacia la muerte. (V) Aun cuando el mundo sea solo apariencia o espectáculo, el vate ansía una utopía y se pregunta si habrá algo duradero y auténtico en el futuro. (VI) Desearía ser como el héroe que asciende a esa utopía desde el seno materno, (VII) pero como no puede conseguirlo, ve en la poesía el instrumento más idóneo para llevar a cabo tal ascensión. (VIII) La conciencia de esta potencialidad lo lleva a considerar las diferencias radicales que existen entre el hombre y el animal, así como a evaluar sus eventuales posibilidades de acceder a “lo abierto”. (IX) Finalmente, el poeta cree que su misión es transformar en nuestro interior, mediante el canto, todo lo existente, todo lo perecedero para alcanzar la dicha y la tan ansiada trascendencia, (X) la cual se verá coronada con la muerte en tanto comienzo de un nuevo tipo de vida.

Las Elegías de Duino serían, entonces, la Pregunta constante, el asordinado grito de espanto y de protesta ante la brevedad y el misterio de la existencia, pero también el testimonio de la voluntad y la fe inquebrantables de un poeta capaz de desplazarse con su voz, al igual que Orfeo, por los ríos de la muerte y de la vida, para terminar ascendiendo y precipitándose por un torrente feliz “que casi nos aterra”.

****

Primera elegía

¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros

celestiales? Y si sucediera que de pronto

un ángel me estrechase contra su corazón, perecería ante su

más poderosa existencia. Pues lo bello no es

más que el comienzo de lo terrible que aún ahora soportamos

y admiramos tanto porque, impasible, desdeña

destruirnos. Todo ángel es terrible.

Y por eso me contengo engullendo el reclamo

de un sombrío llanto. ¡Oh! ¿Y de quién entonces

podríamos valernos? No del ángel, no de los hombres,

ahora que los sagaces animales advierten

que en casa ya no estamos muy seguros,

en este mundo señalado. Tal vez nos quede

algún árbol en la pendiente al que a diario

contemplásemos: nos queda la calle de ayer

y la complacida lealtad de una costumbre

que gustó de estar en nosotros, y se quedó, no queriendo ya partir.

¡Ah, y la noche! La noche cuando el viento,

henchido de espacio cósmico,

nos roe el rostro... ¿A quién no le será dada ella, la anhelada,

la gentil decepcionante que ante el solitario corazón

penosamente se presenta? ¿Será más leve para los amantes?

Oh, ellos no hacen más que ocultarse mutuamente su destino.

¿Es que aún no lo sabes? Arroja de tus brazos el vacío

hacia los espacios que inhalamos; tal vez para que las aves

sientan el aire dilatado con más íntimo vuelo.

Sí, pero las primaveras te requerían. Algunas estrellas

te exigían que las presintieras. Una ola

se alzó hasta ti en el pasado, o cuando

pasabas frente a una ventana abierta,

las notas de un violín se te entregaron. Todo eso era misión.

¿Pero la cumpliste? ¿No te hallabas disperso aún

por tanta espera, como si todo

te anunciase una amada? (¿Dónde querrás ocultarla

ahora que los grandes y extraños pensamientos en ti

entran y salen quedándose a menudo por la noche?)

Pero si tienes nostalgia, canta pues a las amantes; lejos

aún de ser bastante inmortal está su famoso amor.

A esas desvalidas -¡casi las envidias!- a las que hallaste

más apasionadas que a las satisfechas. Empieza

siempre de nuevo la alabanza tan inalcanzable;

recuerda que el héroe se sostiene; hasta la caída fue para él

solo pretexto de ser: su último nacimiento.

Pero, exhausta, la naturaleza vuelve a acoger

a las amantes, como si no tuviera fuerzas

para volver a acometerlo. ¿Has pensado lo suficiente

en Gaspara Stampa, como para que cualquier muchacha,

abandonada por el amado, ante el admirable ejemplo

de esta mujer amante pueda decir: “Si yo fuese como ella”?

¿No deberían al fin estos dolores remotos

hacernos más fecundos? No es tiempo de que al amar

nos liberemos del amado y logremos resistirlo, estremecidos:

como la flecha que, tensa en el arco, reúne el impulso

que la hará superior a sí misma. Pues el quedarse no existe.

Voces, voces. Escucha, corazón mío, como antes solo

los santos lo hacían: el inmenso llamado

los elevaba del suelo; pero ellos seguían de rodillas,

irreales, más distantes y sin reparar en nada.

Así, atentos, escuchaban. No es que podrías soportar

la voz de Dios, ni por asomo. Pero escucha siquiera el soplo,

la noticia constante que se forma del silencio.

Ahora te llega el susurro de esos jóvenes muertos.

Donde quiera que entrabas, en las iglesias

de Nápoles y Roma, ¿no te contaban, serenamente, su destino?

O excelsa se te presentaba una inscripción,

como hace poco aquella losa en Santa María Formosa.

¿Qué quieren de mí? Suavemente debo

apartar de ellos esa apariencia de injusticia que a veces

impide un poco el movimiento puro de sus espíritus.

En verdad que es extraño no habitar ya la tierra,

abandonar las costumbres apenas aprendidas,

y a las rosas, y a otras cosas a su modo promisorias,

no conferirles el sentido del porvenir humano;

no ser ya lo que se fue en manos de angustia infinita

y desprenderse hasta del propio nombre

como un juguete hecho pedazos.

Extraño no seguir deseando los deseos. Extraño

ver que todo lo que nos concernía revolotea

sueltamente en el espacio. Y penosa la tarea de estar muerto,

penoso el recobrarse plenamente hasta llegar a sentir poco a poco

un asomo de eternidad. Pero todos los vivos

cometen el error de querer distinguir con demasiada nitidez.

Los ángeles (se dice) a veces no sabrían decidir si andan

entre los vivos o los muertos. La corriente eterna

arrastra siempre todas las eras consigo

surcando los dos reinos, y más fuerte que ellas en ambos resuena.

Y a la postre los tempranamente arrebatados ya no nos necesitan,

suavemente uno se aparta de lo terrestre como de los dulces

pechos de la madre. Pero nosotros, que tan grandes

secretos necesitamos, pues de la tristeza

brota a menudo el bendito progreso, ¿podríamos estar sin ellos?

No en vano cuenta la leyenda cómo antaño, en el lamento por Lino,

la primera música osó horadar la dureza de la materia inerte,

y que por vez primera en el espacio estremecido, del que fugara

de pronto y para siempre un joven semidivino, el vacío se vio colmado

con aquella vibración que ahora nos transporta, nos consuela y nos asiste.

(Trad. de Renato Sandoval Bacigalupo)

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