Un canto indígena abre la frecuencia de una radio experimental:—Tahaaretana Natrana, Tahaaretana Naho...No sé qué lengua es, pero suena así.
A pocos metros, una valla con un astronauta enredado entre flores espaciales anuncia la apertura del Festival Fotosíntesis 2025. Detrás de la imagen, los pájaros, el viento, y gente llegando a un lugar donde el arte no salva el planeta, pero puede enseñarnos a imaginarlo de nuevo.
Subo las escaleras que conducen a la entrada del Exploratorio del Parque Explora. Adentro hay una escultura de hamacas y libros, mesas de madera alrededor de las cuáles se acomodan papás y mamás con sus niños para hacer pigmentos con hojas o casitas de palafitos, y en una mesa larga, cubierta por una tela negra hay una consola, cuatro micrófonos y dos personas hablando para el Nicho Sonoro, una radio efímera para conversar de los temas del festival con la colaboración de Radio Estruendo Tinanzuká, una proyecto sonoro libre, experimental y comunitario de Bogotá.
Andrés Roldán, director del parque, se acomoda los audífonos mientras el artista australiano Liam Young, una especie de rockstar de las artes del futuro, observa todo alrededor como una coreografía alienígena desconocida para él.
—Todavía tenemos diez minutos más con Liam —anuncia Andrés por la radio— Sería lindo abstraer algo de esta conversación: ¿cómo constelamos nuevos mundos entre lo local y lo global, cómo seguimos imaginando y, sobre todo, proponiendo formas de habitar este planeta?
Liam sonríe y responde en inglés:
—Todos tenemos esa responsabilidad. No solo los artistas. Nuestra generación heredó un mundo que se está desmoronando. Necesitamos encontrar nuevas formas de traerlo de vuelta del borde del abismo.
Liam habla con su acento australiano, difícil de traducir, de arquitecturas que no se construyen con ladrillos sino con datos; de ciudades flotantes en mares imaginarios; de películas que enseñan a ver el colapso no como un fin, sino como una oportunidad.
—Lo que hemos visto —dice— es el fracaso de los Estados-nación tradicionales para responder al cambio climático. Necesitamos estructuras nuevas, no gubernamentales, que operen a escala planetaria. Los problemas globales requieren creatividad global.
Al fondo, sentados alrededor de una mesita redonda, un grupo de jóvenes escucha alrededor de una mesa donde suenan radios piratas de FM.
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En una de las cajas rojas del Parque Explora acaba de iniciar la apertura de la exposición que inaugura el festival: Ecoexistencias. La primera obra que encuentro en la sala cuelga del techo, y la rodean telas blancas con fragmentos de la filósofa Karen Barad: “El mundo acontece mientras se entrelazan fuerzas y sentidos”.
Una mediadora explica al público que la obra muestra “la muerte como parte de la vida de las máquinas”. Un niño pregunta si las máquinas sienten miedo.
Nadie responde.
Pensemos en una imagen que se proyecta sobre una pared blanca. Parece un tipo de crustáceo, una especie de langosta rosada sumergida en las aguas clarouscuras de un manglar, mientras una cámara graba cómo está siendo devorada por otros peces que se acercan a picarla hasta dejar a la vista su esqueleto. Con el transcurrir de los minutos nos damos cuenta de que el animal marino que ha estado desapareciendo ante nuestros ojos es en realidad un robot.
¿Qué estaría pensando el artista cuando lo hizo?, me imagino que se preguntarán las personas que como yo que leemos las frases del padre de estas criaturas que están exhibidas:
Llegar a trabajar en escultura fue una manera de muchas posibles de adentrarme en los micromundos que me rodean, dice en una de telas blancas.
Fue hace ocho años cuando el artista Jonathan Torres, que para ese entonces trabajaba en su taller, internado en un bosque de Costa Rica, con resinas, metales y pinturas que enrojecían su piel y le sacaban ampollas, comenzó a replantearse si debía seguir usando los mismos materiales que había aprendido a manipular en la carrera de artes plásticas para crear sus esculturas.
—Las artes no se libran de los materiales contaminantes, y uno empieza a notar cómo el ambiente se daña, incluso dentro del propio taller.
¿Sería posible reemplazar los materiales industriales por materiales vivos? Esta pregunta lo llevó a juntarse con biólogos para investigar si podrían diseñarse máquinas que se adaptaran al ciclo natural de todos los seres vivos: nacer, degradarse y morir.
—Me gusta ir al bosque que hay cerca de mi casa a observar maderas, arcillas, pigmentos, semillas, lianas...
Y lo más importante:
—Para saber a cuáles animales les gusta comérselos.
Por ejemplo, si en el bosque abundan las abejas melíponas, se pregunta cuáles son los colores o los olores que más llaman su atención.
—Me fijo en seres que me parecen hermosos, aunque la belleza sea algo completamente subjetivo.
No los saca del bosque. Cuando un ser le parece “bello”, como las abejas, hace videos y les toma fotografías. Luego, a partir de esas imágenes, extrae rasgos de distintos organismos y los mezcla hasta dar forma a criaturas nuevas, seres híbridos que están entre los artrópodos —con exoesqueleto y patas articuladas— y las plantas.
—También observo movimientos y los convierto en mecanismos. Tengo una biblioteca de movimientos: algunos aletean, otros ondulan, otros mueven las patas.
Son gestos orgánicos que luego incorpora a una obra que se mueve entre la ingeniería y la biología, y en donde tanto los mecanismos, ensamblajes y movimientos como los procesos de descomposición orgánica son investigados y documentados por él y su equipo.
Su proyecto también plantea una reflexión ética sobre el tiempo y la obsolescencia.
—Vivimos en una contradicción. Diseñamos máquinas con materiales que pueden durar siglos, pero que están programadas para morir en pocos años.
Poner tanto detalle a algo destinado a morir, hace parte de un proceso ritual que en su caso lo ha llevado a parecerse más a un monje zen que observa la naturaleza que a un artista que hace esculturas con ella. Ocho meses puede tomarle hacer una pieza que el río deshará sin preguntar. Eso fue lo que le tomó tallar una de las piezas de madera de un cedro caído en Sarapiquí —una región de selvas lluviosas en el norte de Costa Rica— que él recubrió con un biopolímero de alga teñida con mambe. O de otra en donde el plástico de los cables fue reemplazado por cobre tejido y resinas vegetales.
—La ecoexistencia es algo que todavía no entendemos bien. El cambio que necesitamos es radical, y no sé si estamos preparados, pero creo que empieza por lo íntimo.
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Más adelante me encuentro con la pieza del mexicano Gilberto Esparza: un bioreactor con agua tomada de doce quebradas del Valle de Aburrá. Tubos transparentes, luces verdes, burbujas microscópicas. Cada módulo genera energía mientras purifica el agua.
—El agua sucia también puede producir música —dice un mediador—. En la consola, los sensores transforman las reacciones químicas en sonidos graves.
Una estudiante de ciencias ambientales lo resume mejor:
—La ciencia llega con método, el arte con intuición.
Medellín —dirá Gilberto en la radio— es una ciudad que crece entre el agua. Hay una relación histórica muy estrecha con las quebradas, pero esa relación se ha ido rompiendo a medida que la ciudad se desarrolla y toma decisiones no siempre cuidadosas.
Lo descubrió hablando con quienes viven junto a los cauces de las quebradas, con especialistas, con quienes trabajan en la infraestructura hídrica.
Su obra —esa máquina viva que limpia el agua mientras genera electricidad— funciona, dice él, gracias a la comprensión minuciosa de lo que cada especie sabe hacer.
—La clave está en conocer las cualidades de cada organismo: bacterias anaeróbicas, aeróbicas, macroorganismos... entender sus capacidades, su potencial de restauración y convivencia.
En la instalación, cada especie ocupa un lugar que le ofrece confort. Y ese confort —esa sola palabra que rara vez asociamos al agua residual— es lo que permite que todo fluya. Las bacterias anaeróbicas, alojadas en torres que funcionan como celdas microbianas, viven allí en un “festín”, recibiendo aguas contaminadas. En su proceso metabólico degradan la materia y, al mismo tiempo, producen electricidad.
—Están haciendo fiesta —dirá Gilberto— y cuando dejan de producir tanta energía, les das más agua contaminada y vuelve la fiesta.
A Gilberto siempre le ha interesado la vida y esas fronteras borrosas entre lo biológico y lo artificial. Por eso sus primeros experimentos fueron seres de vida artificial; después, híbridos máquina-organismo que podían adaptarse a entornos hostiles. El agua fue apareciendo como una consecuencia natural de esas preguntas: ¿qué seres son posibles?, ¿qué alianzas permitirían que la vida continúe a pesar de nosotros?Para ello ha hablado con habitantes, caminantes, técnicos, científicos locales. “He pensado en soluciones para quienes viven junto a las quebradas: biofiltros, biodigestores... formas de financiar procesos para que puedan disfrutar de sus aguas limpias”. Sueña con recuperar prácticas antiguas: pequeñas represas con filtros biológicos y plantas que permitan que, kilómetro a kilómetro, el agua vuelva a biodegradarse antes de tocar el río. Un río navegable, vivo otra vez.***En otra sala presentan Machinature: una instalación inmersiva donde plantas y circuitos conviven. Los micrófonos captan la respiración de los estomas y amplifican el latido de la vida vegetal.Un niño, Emilio, se acerca al micrófono de la radio portátil que llevo conmigo y dice:
—Suena a música de los bosques.
Su madre sonríe.
—Vine porque le gustan las exposiciones —me dice— y porque quiero que aprenda que la tecnología no siempre destruye.
En un rincón, Jennifer, estudiante de química, observa un microscopio que apunta al musgo húmedo en la instalación Micro y macro.
—Siempre miramos el espacio como si fuera infinito —dice—, pero el universo interior también lo es. Cada cuerpo humano es un ecosistema. La pregunta es: ¿cómo convivimos con lo que no vemos?
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De regreso al Nicho Sonoro, la artista mexicana Leslie García arma su set. Viene de Berlín con jet lag, y más tarde hará un jam con máquinas, hidrófonos, sintes para la radio con el artista sonoro colombiano Jorge Barco.
La pieza que trajo para el festival, de su colectivo Interspecifics, se llama Hyperobject Ontology: un ensayo visual sobre nuestra incapacidad, como humanos, de percibir ciertos fenómenos planetarios. Una parte del ensayo son imágenes del planeta —bosques, mares—, pero todo está generado a partir de la memoria de una red neuronal entrenada para reproducir ese tipo de imágenes. Luego aparecen los datos duros: deforestación, ganadería en masa, incendios, inundaciones, minería a cielo abierto. No es un video lineal; hay una lógica interna que reordena fragmentos, y cada vez que la miras es único.
Hablamos de conciencia.
—Estamos pensando en la conciencia de las máquinas, de estas otredades no humanas. Yo no empecé a querer escuchar a las plantas porque me lo dijera un científico; lo hice porque recordaba a mi abuela: “las plantas hablan y tú no puedes escucharlas”.
Justamente en 2015 estuvo trabajando en la Bauhaus, en Alemania, en un proyecto internacional que desarrollaba una biocomputadora a partir del hongo Physarum; su labor específica era registrar cómo sonaba.
—El Physarum polycephalum es un hongo musilaginoso, con un crecimiento neural muy interesante: pulsa. Es un sistema muy inteligente, uno de los organismos más eficientes para distribuir energía.
A su lado, Jorge le pregunta cómo imaginar futuros —un tema que a él, en particular, le interesa para pensar orientaciones comunitarias, sociales y creativas.
—Veo que muchos artistas están usando ese potencial de la ciencia ficción pensada desde Latinoamérica. Si esa literatura se usó —como en Argentina, durante los primeros años de la nación— para implantar miedo sobre el indigenismo o, en Estados Unidos, para segregar, ¿por qué no usarla ahora para otra revolución de pensamiento? No es temerle a la inteligencia artificial porque nos va a dominar; hay que saber usar esas herramientas de manera constructiva y volverlas aliadas.
Sobre el criterio curatorial de Fotosíntesis, Luciana Fleishman, directora artística del festival, recordará más tarde que desde el inicio quisieron un festival descentralizado, capaz de suceder en distintos puntos de la ciudad, situado y en diálogo simultáneo con lo local y lo internacional. Y sobre todo: querían pensar las tecnologías en plural.
—Muchas veces se espera que un festival de arte, tecnología y ciencia traiga lo último de lo último, pero para nosotros era igual de importante trabajar con tecnologías altas, bajas, táctiles, ancestrales.
A ese criterio se sumaron la perspectiva de género, el equilibrio entre artistas locales y de fuera, y tres grandes ejes: poéticas ambientales y biodiversidad, estéticas de la descomposición y regeneración, y territorios y cuidado.
Luciana recordará también cuánto nos cuesta reconocer el trabajo de otras especies, cómo tendemos a dominarlas o a invisibilizarlas. Por eso, otra tarea que tiene el festival es politizar esa conversación. —Permitirnos las dudas, admitir que todo lo que imaginamos sobre el futuro ya ocurrió. Necesitamos nuevas narrativas para imaginar más allá de este planeta.
Antes de iniciar el jam con el que terminará la transmisión de radio de esta tarde, alguien lee en voz alta una carta enviada al festival por uno de los visitantes: “Hola, yo de otro universo. Vengo de un mundo lleno de otros mundos. Aquí la vida es bella. Si algún día quieres visitarnos, sueña con el corazón y abre tu mente”.
Cuando todo termina, pienso en lo que Liam llamó punk planetario: una ética de ajustes microscópicos que no detiene la guerra de los aviones ni resuelve el algoritmo del mercado, pero abre un resquicio donde las máquinas también pueden aprender a morir y, en el mismo gesto, enseñarnos a vivir con lo que nos queda.