Noviembre es el mes de los difuntos. Y por zozobrante que sea la mención del morir, no deja de ser ocasión propicia para pensar en esa realidad, angustiosa y consoladora, que se enreda entre los conceptos del tiempo y la eternidad.
Pienso, entonces, en la muerte y me refugio “a solas conmigo mismo”, como decía Lope de Vega, en esta soledad que se remansa de silencios profundos bajo las ceibas que me dan sombra. Descubro que, al aquietarse uno, puede controlar todos sus sentidos, menos uno: el olfato, que me lleva a dejarme penetrar por el aroma del tiempo. Huele a cirio encendido, a incienso quemado, en esta frontera del tiempo y la eternidad que son las postrimerías del año. Son aromas que se pegan a la piel. O al alma.
Experimentar la fugacidad de la vida es como encontrarse, de un momento a otro, en un templo vacío. Por eso, por más esfuerzos que hagamos para eludir la trascendencia, la vivencia del tiempo tiene un matiz religioso. Dios anda por ahí, merodeando.
Desde la fe o desde el ateísmo, desde la credulidad sembrada de supersticiones o desde el escepticismo con poses de cansada soberbia, el aroma del tiempo quemado es también aroma de eternidad.
Pero al hablar de muerte y eternidad no nos dejemos enredar por dicotomías y conceptos contrapuestos. Tiempo y eternidad son realidades distintas, pero no opuestas. Es más, de tal manera se imbrican en la vivencia del ser humano, que en sana escatología, en una concepción sencilla del más allá, la eternidad empieza ahora, aquí, en el tiempo. Y este se hace plenitud en lo eterno.
La verdad es que vivimos, siempre, en vísperas de lo eterno. La vida es eso: el día antes de la eternidad. Pero en vez de embriagarnos enfermizamente con el aroma de incienso quemado de la fugacidad, olamos a fondo las rosas que nacen cada día. Tan bellas por efímeras.
“Efímero -le dijo el geógrafo al principito de Saint-Exupéry- significa que está amenazado por una próxima desaparición”. “Menacé de disaparition prochain”. Tal vez sea mejor traducir este “menacé de…” como: “a punto de”. Ser efímero es estar a punto de desaparecer.
Eso pienso en este mes de noviembre, mes de las ánimas, el mes que yo llamo “de la penultimidad”, en el que recordamos a los fieles difuntos y que, tal vez por eso, nos anticipa la vivencia del final, lo último, que nos guste o no, sabe a muerte, a caducidad. ¡Qué bella, aunque dolorosa, es la fugacidad en esta orilla del tiempo! Ser efímero es estar amenazado de eternidad. Estar a punto de ser eterno.