Incinerados, mutilados por la explosión o muertos a quemarropa con tiros de fusil, fue el triste final de 14 carabineros colombianos, víctimas de una emboscada de las Farc a una patrulla que ejercía labores de registro y control entre los municipios de Rionegro y Doncello, en el departamento de Caquetá, en la noche del miércoles.
Su muerte, en extremo aleve y salvaje, nos recuerda que con esa agrupación guerrillera es imposible, hoy por hoy, el diálogo. Su acción desvirtúa su discurso y desenmascara a sus jefes cuando lanzan propuestas para ser escuchados en una mesa de conversaciones, con incautos intermediarios, o ante organismos internacionales, mientras siguen sembrando el terror. Hace bien el Gobierno en no caer en su juego. Por eso ante la orden presidencial de arreciar en el combate contra la subversión, la Fuerza Pública no puede aflojar un solo instante.
Hacer terrorismo con campos minados les resulta fácil, sobre todo si no respetan los Derechos Humanos ni el Derecho Internacional Humanitario. En un campo de esos, donde por lo menos siete cargas explosivas fueron activadas al paso del vehículo que transportaba a los hombres del Escuadrón Móvil N.° 42 de Carabineros, se consumó un vil asesinato que la sociedad colombiana y la comunidad internacional tienen que rechazar con firmeza.
Por cruel que sea su proceder, y ya sabemos a los extremos de inhumanidad a los que suelen llegar las Farc, crímenes como éste no nos deben amedrentar. Lo único que logran es incrementar entre los colombianos el sentimiento de repudio hacia esta organización guerrillera, aislada en su empeño de hacer hincar al Estado para que contenga su ofensiva, y frustrada en su propósito de atemorizar a la población con el fin de someterla.
De ahí las voces que se levantan para exigirle al Gobierno que persista en la Seguridad Democrática, con decisión y energía, para impedir el regreso del país al tiempo vivido hace cerca de una década, cuando la subversión hacía ostentación de poder en el campo, bloqueaba carreteras para realizar secuestros masivos o atacaba sin misericordia las cabeceras municipales de apartadas regiones.
Los colombianos, sin renunciar al sueño de vivir en paz, tenemos que aprender que estas cobardes "hazañas" de las Farc -como poner cargas explosivas y luego huir-, no son muestras de una capacidad real para enfrentar al Estado, ni ponen al nuevo Gobierno contra la pared, como para dejarnos engañar con sus ilusas pretensiones de diálogo, sin un cese de sus acciones terroristas.
A las guerrillas no se les puede conceder un milímetro de terreno, ni en lo militar ni en lo político. Su tiempo está terminado como lo reconocen líderes como el Presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, y hasta el otrora fiel aliado, Fidel Castro, quienes conscientes de la incapacidad de la subversión para hacerse al poder por las armas, han invitado a las Farc a abandonar su camino de muerte y destrucción.
La prueba de que el Estado no está sometido ni ha bajado la guardia nos la da la operación conjunta entre el Ejército Nacional y la Fuerza Aérea Colombiana, realizada en el departamento de Arauca, donde fueron abatidos 15 guerrilleros del Eln.
No es la muerte por la muerte, que a nadie debe alegrar. Es, precisamente, el absurdo de una guerra que, con el aliciente del narcotráfico, la guerrilla se empeña en atizar, con unos resultados que sólo benefician a una cúpula que marcha en contravía de la historia, embebida en su ego y cada vez más distante de cualquier ideal.
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