Hoy hace 126 años Thomas Stevens concluía el primer viaje alrededor del mundo en bicicleta luego de tres agotadores años en que se gastó sus rodillas y la parte más al sur de la espalda, a causa de eso llamado "galápago", palabra que podría ser admitida por la Real Academia Española como sinónimo de "mataculín". El pobre Thomas debió haber quedado tan agotado luego de semejante esfuerzo, que tal vez por eso decidió un tiempo después casarse con una viuda con dos hijas. Camino que ahorra muchas energías y esfuerzos.
Lo que nunca sospecharía Thomas es el triste final que tendrían los "biciclos". ¿Qué se iba a imaginar este pobre hombre, que debió haberse hecho cayos en los cayos en partes no diseñadas para ello en sus travesías a campo abierto por la campiña europea o por las llanuras asiáticas, que las bicicletas terminarían siendo "estáticas"?
En este mes del año la venta de esas máquinas de tortura disfrazadas de instrumentos promotores de la salud se dispara, luego de la cascada de buñuelos, natilla, chorizos, hojuelas y cuanta cosa dulce y grasosa que no tiene aduana durante las festividades decembrinas. Dicha vorágine calórica provoca en muchos un sentimiento de culpa que esperan ver redimido con el propósito de "hacer ejercicio". Entonces surgen dos alternativas. Una, ir al gimnasio, ese sitio abominable y hasta antihigiénico, a esas sesiones colectivas de spinning que parecen una secta dirigida por Mockus en campaña, donde la gente grita: "yo vine porque quise, a mí no me pagaron", comparte sudores y olores, y en donde los pasados de kilos esperan encontrar sosiego al ver a alguno más "repuesto" que ellos. Pero eso nunca funciona y su depresión aumenta cuando a su lado se hace uno de esos fundamentalistas del ejercicio, de esos de abdomen rayado que despierta libidinosos pensamientos entre las féminas, que los hace ver como un teletubbie blanquecino y peludo.
Para evitar la vergüenza pública entonces la opción es comprar la bicicleta estática para el hogar. Aparato que se ve mal en cualquier parte de la casa y por tanto inicia su peregrinación en la alcoba principal. Allí el rollizo propietario inicia sus jornadas a ninguna parte, mientras su esposa, acostada en la cama y viendo plácidamente televisión, lo mira con ternura pero con una sonrisita maliciosa al ver a su abollonado consorte comportarse como esos hámster que corren en una rueda sin fin.
Se vuelve tan evidente la burla disfrazada de su esposa, que el pobre tipo decide pasar a la segunda estación, el balcón. Allí cree encontrarse con el mundo exterior y ampliar su horizonte. Pero entonces se da cuenta que ante la inmensidad de la ciudad, él es solo un don nadie pasado de kilos y toda la urbanización ya lo sabe.
Luego de esta vergüenza comunitaria, el pobre tipo empieza a buscar disculpas: "que no tiene tiempo", "que la rodilla le está doliendo y antes no", etc. Y finalmente al cabo de unos meses en que el marco de la bicicleta se convierte en el hábitat ideal de las arañas, la bicicleta termina sus días en el cuarto útil, al lado de las otras cosas inútiles.
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