El morocho tiene los ojos tan blancos como su conciencia, ahora que se siente una persona diferente. Las manos se mueven una y otra vez como queriendo limpiar su pasado, del cual aprendió, pero se quiere olvidar.
Tantos años de dormir en la calle, en la que conoció el sacol, la marihuana y el perico, le dejaron huellas en su piel que son las cicatrices de una batalla ganada.
Carlos Rodríguez ahora tiene 21 años y aunque le faltan muchas cosas materiales, su vida, internamente, es un mar en calma porque las tempestades ya pasaron.
De nueve años y por un desprecio que -dice Carlos- le hacía la familia de su madrastra, se voló de su hogar en Quibdó, Chocó. Con cuarenta mil pesos y siendo un niño se vino a enfrentar una ciudad que lo absorbió.
Conoció sus demonios y la habitó muchos años, hasta que varias personas, entre ellas las de los hogares de la Alcaldía de Medellín se lo arrebataron a la selva de cemento.
Hoy, Carlos, se prepara para ser árbitro de fútbol de salón en un curso que le brinda el Inder y que será certificado por el Sena. Con otros 32 compañeros, que fueron salvados de la mendicidad, se alista para impartir justicia en las olimpiadas de los habitantes de la calle que se realizarán en julio.
"Estoy en el colegio y, al mismo tiempo, asisto a este curso para poder tener un mejor futuro", comenta Carlos, que le sacó la tarjeta roja a la vida en la calle.
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