Estiró los labios y exhibió esa sonrisa adobada que los meseros deshacen cuando regresan a la cocina con los platos sucios. Abrió la puerta y caminó como un torero de esmoquin alrededor del restaurante y les amagó a varios comensales hasta rematar donde los primeros que juntaron las mesas y corrieron las sillas en la faena del domingo.
Descendió su mano de las alturas y 24 miradas cayeron sobre aquella porción solitaria y ensimismada que venía a bordo de un platillo circular que se estacionaba justo al frente del miembro mayor de la familia.
-¿Quién pidió galleta?- preguntó extrañado el abuelo con un tono refunfuñón mientras observaba aquel objeto comestible no identificado, especulando que un cocinero despistado le había despachado un postre antes del plato fuerte.
No era una equivocación del chef, tampoco un olvido del camarero ni una descortesía de la casa. Aquel pedacito amarillento y crujiente con aroma de rompeolas no era un dulce sino el filete de pescado que don Antonio había ordenado y no reconoció cuando le llegó disfrazado de enano.
A veces llegan cartas
Todos los domingos los Peláez le hacen una reservación al apetito y se reúnen en una calle ciega, plana o empinada pero con diferentes escalas de sabor.
De un tiempo para acá han notado que repetir es una alternativa poco viable en una ciudad que está poniendo tantas cartas sobre la mesa, la curiosidad en la punta de la lengua y los menús del más allá de la frontera en todas las direcciones.
Por eso, le pusieron término fijo a las re-conocidas pastas italianas, al arroz chino y a la comida mexicana para darle la oportunidad al mercado de la cocina peruana, árabe y japonesa que están regadas en avenidas y transversales de buena mesa, y en circulares y diagonales de grato sabor.
Guardaron las recetas típicas para la semana. El sancocho y el mondongo quedaron para cuando hubiera visita del exterior, renunciaron al servicio a domicilio, mandaron a la "olla" la comida rápida y se prepararon a darle la vuelta a occidente en un mordisco y agarrar al oriente en un par de palitos.
Así fue como la salsa de tamarindo, la leche de coco y las carnes al wok se conjugaron en la sucursal gastronómica de Tailandia y pasaron su periodo de prueba. Aunque Luz María, la hija de don Antonio, tuviera que guardar tres días de silencio para que no le sintieran el aliento a ajo, a las especias árabes les hizo una danza de bienvenida con la lengua, a paso de cordero, garbanzo, trigo y berenjena.
Y a los rollitos de sushi con jengibre y salsa teriyaky, Marcela, la nieta, aún le está haciendo reverencias y por poco le entrega las llaves del paladar como en su momento las tuvo la bandeja paisa.
Las poses gastronómicas
El menú que más recuerda Juan Manuel Barrientos fue un plato minado que creó en honor a las víctimas de las minas antipersonal en su restaurante El Cielo. Contenía semillas de amapola, aceite de marihuana, un aire de té de coca y una mechita de arroz encendida.
Y entre vegetales y flores comestibles escondió una esfera de chocolate que, al rozarse con el cubierto, se quebraba y desprendía una salsita roja de uva que representaba la sangre de los soldados que las pisaban con sus tenedores de carne y hueso.
Este chef reconoce que a su restaurante no debe irse con la expectativa de quedar saciado. "Una de las cosas que me alegra es cuando la gente dice 'no quedé lleno' porque el menú está pensado para que haga una digestión"
En medio de una penumbra semejante a la de una heladería del centro, Julián es uno de los camareros que inicia el tour de la papila con el mismo dilema de Caperucita Roja: ¿el camino corto o el largo? Y si no fuera por la pereza del bolsillo, todos tomarían el menú de las 20 degustaciones de 95 mil pesos.
En su repertorio les expone las técnicas vanguardistas de cocción y la nacionalidad de los animales y condimentos, les recapitula el proceso de transformación que sufrió cada alimento y la máquina que confeccionó esas texturas, aromas y estaturas inusuales que los hace irreconocibles como si salieran de una sala de cirugía.
La primera y única vez que Sara Valencia llegó a este restaurante de cocina creativa se sintió atendida, más que por un mesero, por un guía nocturno de museo que le exponía cada ingrediente como si fuera la pincelada de un cuadro. Y como se trataba de una colección efímera que desaparecería en su boca, sacó su cámara y alcanzó a fotografiar cada plato que hacía parte de la obra completa.
Quedó boquiabierta con la pastillita efervescente que al contacto con el agua se convertía en un remedo de toalla higiénica. La sorprendió el caviar de chocolate sobre el papel de arroz de la china y el langostino que llegó en compañía de una cerveza michelada transformada en un rectangulito de gelatina. La sacó de contexto "una lámpara como la de Aladino" que expelía humo frío y envolvió la mesa en una nube con aroma de chicle mentolado. Entró en materia con el róbalo al vacío y puré de dátiles. Y cuando un confite de nitrógeno bailó mapalé con su lengua se le hizo risa la boca.
El 'tumbao' de las muelas
Además de sitios que basan su menú en la cultura de ciertas regiones o países, o en la fusión de técnicas e ingredientes, hay uno en Medellín que le dedicó su carta a la raza negra.
Bonuar es un juego fonético derivado del francés "Beau noir". Es una palabra con un solo cuerpo y dos cabezas que significa "negro bello". Así se llama este lugar que a partir del diseño, la música y la cocina le rinde tributo a los afrodescendientes.
Empezó con el blues de Norteamérica y trajo las recetas de la cocina creole (criolla) que nace de la conjunción de inmigrantes franceses y africanos en Nueva Orleáns.
En su ruta de influencias bajó más hacia el Caribe, se untó de bolero, reggae y son y empacó algunas fórmulas del sabor antillano; llegó al noreste de Brasil y encargó souvenires que retumbaban en el estómago suavemente como la samba en los oídos.
Y cuando pensó en Colombia le dio la palabra al 'tumbao' de los negros que bordean las costas colombianas y recordó a las acróbatas negras con bandejas en la cabeza que salían por las calles de Barranquilla al atardecer gritando "¡Bollo, bollo!".
-¿Cómo así que un Fu-fú de cerdo con cabeza de gato? preguntan los clientes cuando leen la carta.
-Es que las cabezas de perro se agotaron- Responde el chef antes de soltar la carcajada y de explicar que al puré de plátano verde con suero costeño le dicen así en la costa.
-¿A qué sabe una boronía? ¿Qué quiere decir tamal de ropa vieja? ¿Qué es un gumbo?- empiezan las preguntas de la comensalía que da origen al preámbulo sobre la historia de una comida mestiza para luego, al mismo tiempo que saborean, comienzan a mover pausadamente los hombros y la mandíbula al compás de la música que ameniza este sitio incluso al desayuno.
Allí antoja descalzarse pero no porque remita a la tradición japonesa sino porque evoca la familiaridad y el descomplique de la costa.
Adentro se discrimina el color metálico y la dimensión estrecha del cubículo de trabajo. Es la antítesis del chat, del espionaje en facebook o de las frases al vacío del twitter.
"El encuentro no se puede perder. Ni la palabra, la mirada, el toque- opina el chef, Rodrigo Isaza-Este lugar es un contrapeso para dejar de hacer amigos en la red".
"Buen provecho"
A lo largo del desfile de cubiertos suele subirse la temperatura con las críticas recalentadas a la nueva cocina como la del abuelo Antonio a la supuesta galleta de mar. "Esto es muy poquito" le susurró Santiago a su madre cuando le sirvieron su ración de pollo acompañada de unas rayitas delgadas de colores untadas sobre el fondo blanco del plato, una hojita verde parecida a un trébol y la puntita de una fresa de aderezo.
"Servir así es caché" le explicó Luz María a su hijo. "De manera pues que es caché quedar hambreado" exclamó el joven. "Y de modo que hay que quedar con el pantalón apretado y la barriga tallada para salir satisfecho" le pregunta su madre aludiendo los excesos de la comida colombiana cuando "sirven sancocho en poncheras y baldados de ajiaco".
Y es que la tendencia de la cocina contemporánea que se preocupa por el orden, la armonía cromática y la simetría, enfrenta los gustos de las damas y caballeros de la familia Peláez. El género masculino siempre queda con ganas de más y repara el tamaño de las porciones mientras que las mujeres quedan maravilladas con las presentaciones.
"No es sino bonito, entre más caro, más chiquito" dicen ellos. "No hay como un plato bien servido, la comida también entra por los ojos" declaran ellas. "Aquí hay que volver" sugiere una. "Pero en mucho tiempo" concluye otro. Y el abuelo suaviza el ambiente con su frase típica: "la esencia es estar juntos".
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