Luego de haber brindado entusiasmo a sucesivos y embusteros dogmas políticos, luego de haberse acogido a iglesias y religiones sin mística, luego de desfallecer aguardando sanación en beatas exaltaciones de autoayuda, luego de brillar patriotismo en espurios himnos y desfiles, las gentes del XXI ya no creen en nada.
Ni políticos ni gobernantes ni gurúes ni predicadores ni deidades ni utopías sostuvieron lo que prometían. El XX fue colapso de ideales, sus hornos crematorios y hongos atómicos chamuscaron la capacidad planetaria de confianza. Los sobrevivientes conservaron el cuero pero asfixiaron la esperanza. Una plaga se instauró: el cinismo.
El cinismo de hoy no es lo que era antes. Sus fundadores, en Grecia del siglo IV antes de nuestra era, lo propusieron como modelo de vida simple, acorde con la naturaleza, desdeñoso de riquezas y necesidades materiales superfluas. Aquellos cínicos de harapos eran gente notable, pensaban que cada cual aloja los dispositivos de la felicidad.
Los cínicos modernos son otra cosa. Tantas luchas perdidas, tantos esfuerzos en pos de revoluciones quiméricas o simplemente traicionadas, los persuadieron de que el cambio es imposible, de que cada cual es cápsula de pasividad y repudio a asuntos públicos. Del naufragio universal subsiste el sálvese quien pueda y el pez grande se come al chico. El prójimo es blanco del sarcasmo, objeto del ridículo.
Colombia es fértil en frustraciones de este estilo. Luego de dos siglos de arrinconamiento para indios, negros y demás chusma, luego de seis decenios de guerra en que mueren pobres y crecen traficantes, luego de dos períodos presidenciales en que la mente colectiva fue arrinconada en el cruce del todo vale y del vivo que vive del bobo, luego del derrumbe general de las izquierdas corruptas, hoy no se recuerda época preelectoral más triste y carente de entusiasmo.
Si nada sirve, todo es burla. Si es inútil la porfía, a gozar de la mayor tajada. El país y el mundo son presa de obesidad, víctima de molienda descerebrada de locutores, carne de cañón de bancos y centros comerciales, cliente abatido de siquiatras, brujos y pantallas.
El cinismo, que comenzó como mal de intelectuales, amenaza con transformarse en epidemia de masas. ¿Alguien tocará una trompeta que reencante corazones?.
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