Es cierto que tener hijos trastorna bastante nuestras vidas. Pero también nos transforma como personas. Como un hijo nos ama y necesita de una manera como nadie más puede hacerlo, nos permite sentirnos más queridos y necesarios que nunca. Además, desde el momento en que damos a luz a un hijo dejamos de ser sólo un individuo, para ser su mamá o su papá, ser cabezas de una familia y ser las personas más importantes del mundo para esa criatura que es "sangre de nuestra sangre".
Los hijos pequeños nos llenan la vida de ternura y los más grandecitos de aventura. Y los adolescentes nos dan mucho más que dolores de cabeza: nos obligan a revisarnos, a revaluar nuevas posturas y a hacer grandes esfuerzos por mantener la cordura, mientras nos ofrecen nuevos ojos para ver el mundo y nuevas formas para interpretarlo. A pesar de que nos producen más angustias y gastos que en cualquier otro momento, son la aventura más tenebrosa y a la vez más apasionante de nuestra experiencia como padres. Y cuando llegan a la edad adulta, y dejan de rechazarnos por tratar de demostrarnos que no nos necesitan, son además nuestros mejores aliados.
El producto y beneficio final de criar a los hijos no es el niño sino nosotros, sus padres. Lo que nos hace seres más humanos -más amorosos, cálidos, tolerantes, benévolos- es sobre todo la experiencia de haberles dedicado buena parte de nuestra vida y de nuestros esfuerzos a cuidarlos y a darles todo el amor de que somos capaces, con una entrega como jamás pensamos que podríamos hacerlo.
Criar a nuestros hijos es amar de una manera distinta, es soñar en grande, es sufrir, es reír, es llorar, es abrigar nuevas esperanzas. Es forjarnos nuevas ilusiones y vivir profundas decepciones. Los hijos nos enseñan a volver a jugar, a ver, sentir, probar y oler todo lo que damos por descontado en nuestro adusto mundo adulto, mientras nos invitan a disfrutar de la magia y encanto del mundo de la fantasía.
Cuando somos padres no sólo satisfacemos ese profundo y natural anhelo de crear y dar vida. Sino que también preservamos la alegría del mundo, evidenciamos toda la belleza de una criatura humana y degustamos las delicias de amarla "con toda el alma".
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