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Cuatro garrapateros en un pino

02 de diciembre de 2008
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En mi última visita a Envigado, donde me dieron la primera luz, una mañana, en casa de mi hermana menor, vi llegar los garrapateros a la cúspide de un pino frente a mi cama. Primero uno, después otro, luego otro, otro enseguida, se aposentaron a intervalos regulares en las ramas del pino. Y éstas temblaron. Y los garrapateros contemplaron el instante: la montaña lechosa y el amanecer, equidistantes en la verde altura. Los garrapateros habían dividido los espacios de la copa del pino con rigor milimétrico. Cada uno un guión negro en su rama.

Yo pensé que el respeto por la distancia y la diferencia tal vez obedecía a una norma del convivir entre garrapateros. Y ellos contemplaron un instante el paisaje, ignorándome, y después se fueron, y yo quedé entregado a mis elucubraciones de etólogo diletante.

La imagen me intrigó a lo largo del día. A la tarde le conté a un amigo la visión. Quiero decir cómo, en casa de mi hermana, en Envigado, donde me dieron la luz, había visto llegar al pino cuatro garrapateros; uno primero, otro después, otro luego, y otro enseguida, a intervalos perfectos. Y se posaron en las ramas del pino, (que temblaron). Y contemplaron la montaña lechosa, equidistantes, cada uno en su rama. Y mi amigo dijo: ahí está el poema.

Yo no estoy tan seguro. Yo no estoy convencido de que es posible escribir un poema sobre cuatro garrapateros en un pino. Por no perder la costumbre del poema que poco a poco me abandona me di a pensar sin embargo en el modo de expresar el asunto en un puñado de palabras justas, diáfanas. Hasta me senté a intentarlo. Pero, ¿cómo hacer un poema claro con cuatro garrapateros oscuros?

Los pinos quedan bien en los versos; el temblor de unas ramas insinuado en unos acentos; el cielo de leche diciendo las palabras el cielo de leche, la montaña materna, la hora del día incipiente, y esta nube que faltaba. Pero cómo hacer entrar en un poema cuatro garrapateros, negros del pico a la cola, con ese vuelo corto y sin gracia, que se alimentan de lo que se alimentan y ni siquiera cantan y se limitan a emitir un graznar desabrido de brujas o verjas viejas de vez en cuando? Cómo poner en unos versos respetables sin deslustrar la poesía cuatro garrapateros.

Si hubieran sido cuatro quetzales. Si hubieran arborizado pavos del primer paraíso con penachos azules, oro en las alas, y gritos de locos, unos canarios con rabiosos falsetes, o el ruiseñor de Keats que resuena a través de una colección de poemas católicos. Pero cómo escribir un poema decente con cuatro garrapateros por todo capital.

Al fin acepté. Los cuatro garrapateros son mi porción. Esos pájaros negros que no cantan y vuelan sin gracia. Y por eso, jamás conseguí escribir ese poema memorable, redondo. Porque es imposible hacer poemas que valgan nada, un maravedí, un escrúpulo, cuando se está rodeado de garrapateros. No de aves del paraíso. O de querubines imprevistos en la copa de un pino.

Me queda una duda. Y si el pino estuvo orgulloso de sus oscuros huéspedes, y los guarda en la memoria de las ramas que aún tiemblan en mi recuerdo. Y a mí me falta la humildad necesaria para descubrir el milagro de la belleza del mundo, lo maravilloso cotidiano, en unos pájaros de apariencia deleznable, que comen garrapatas, y graznan sin gracia, y van por las copas de los pinos vestidos de párrocos antiguos de vuelo corto.

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