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DELIRIOS

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30 de marzo de 2013
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En uno de esos días de Semana Santa, tan silenciosos que parecen lúgubres, y bajo los efectos somníferos de una sobredosis de antihistamínicos, con cobija liviana para resistir los embates del escalofrío, busqué un mueble mullido en la sala de televisión, cosa que en sano juicio no hago ni a palos.

Todo pasaba más rápido de lo que mi conciencia podía procesar. Puñaladas al corazón de la mujer amada y al de sus hermanas; luego la reacción, con todo el salvajismo posible, para linchar al agresor. La policía coja que al fin llega y los jueces que liberan por cualquier falla técnica en el proceso, aunque en la audiencia el asesino siga empuñando el arma homicida.

Un expresidente agarrado de las mechas con un ministro.

Un niño de cinco años asesinado por robarle cincuenta mil pesos… Una víctima tan peligrosa que podría acabar con el delincuente en un descuido.

"¡Cómo va a decirme usted a mí que nosotros somos narcotraficantes…", respondía un exaltado guerrillero mientras por detrás del entrevistado su camarada sonreía con el mayor cinismo que imagen alguna haya podido registrar. El "escupa y no se ría" cobró vigencia en Cuba.

"Por lentitud en la Fiscalía quedaron libres nueve presuntos narcotraficantes".

Tanta violencia, tanta corrupción, tanto antivalor, tanta miseria y sobre todo tanta ignorancia, que termina siendo garantía para los que sacan provecho. Tantas caras tristes, llenas de dolor, de rabia, de angustia y de miedo, daban ganas de salir corriendo, pero para dónde, si el mundo está igual o peor.

Tanta realidad me llenó de nauseas el cuerpo y el espíritu de infamia. Me paré tambaleando y desconecté el televisor, aunque de nada sirve. Incluso la mirada más miope se encuentra de golpe con una sociedad deshumanizada que extrema sus errores y los vuelve horrores cotidianos.

Basta abrir la puerta. Todavía con el sol iluminando la tarde, un ciudadano camina cuadras para recoger al novio de su hija en un punto neutral del barrio y arrimarlo hasta la casa, no sea que pise la frontera invisible que marca la diferencia entre la vida y la muerte. Aunque tampoco sirve de nada: resguardado en su unidad residencial otro joven deportista murió de bala "perdida" hace muy poco.

Y así nos vamos yendo, por las hendijas de un mundo imposible, pero esperanzador. La fe es lo último que se debe perder y el maravilloso atardecer invita a dar otra batalla con la ilusión de que esta vez valga la pena.

Me alivia pensar que en la esencia de muchas familias hay seres humanos que, a pesar de convivir entre tanta suciedad, están lejos de integrar un combo que se siente dueño de la tierra y de la vida ajena; de traficar con la ilegalidad; de matar, de tomar lo que no les pertenece; de causar tanto daño, dolor e incertidumbre.

Seres que piensan, leen, trabajan, estudian, aman, crean, se duelen y tienen consideración y amor por los demás. Y pregunto: ¿Qué tendremos que hacer para que estos individuos, tan anónimos como edificantes, sean los protagonistas de nuestra historia de hoy, nuestros ídolos? Tal vez no vendan pauta para historias truculentas de la televisión, ni siquiera para rellenar un noticiero, pero su existencia, sin duda, es la cuota inicial para un mundo en paz.

¿Delirios? No. A veces también se llaman sueños.

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