Ese soldado estaba más muerto que vivo. La explosión de la mina le amputó las dos piernas y las tripas se le derramaban por el abdomen abierto de tajo. El enfermero de combate, Miller Henao Ríos, no tuvo más remedio que mentirle: "Tranquilo, todo va a estar bien, gracias a mi Dios no le pasó nada... son unas heridas leves, la sacó barata".
Los otros miembros del pelotón contemplaron el horror durante los 20 minutos que tardó el apoyo aéreo, en el sector El Aguacate, de San Francisco. Henao hizo lo que pudo por estabilizar a su compañero, aplicando lo que había aprendido en un curso de veterinaria canina, hasta que el helicóptero se llevó lo que quedaba de aquel hombre.
El calendario ha deshojado varios años desde esa experiencia, pero el enfermero Miller sigue trabajando al borde del precipicio, como integrante de la Compañía "A" del Batallón de Desminado N°60, adscrito a la Cuarta Brigada.
Con palos y plástico construyó su tienda de primeros auxilios, a pocos metros de un área sospechosa de estar minada, en la vereda Buenavista del corregimiento Santa Ana, de Granada.
La historia de este municipio del Oriente antioqueño está sumergida en la sangre y el dolor de cientos de sus habitantes, desaparecidos y asesinados en la confrontación de los subversivos, los paramilitares y el Ejército.
De 1988 a 2002 ocurrieron al menos 19 actos de violencia indiscriminada contra la población. Entre las atrocidades estuvo la masacre de 19 personas (03/11/00) cometida por el bloque Metro de las Auc, y una toma de las Farc al casco urbano, en cuyo bombardeo se destruyeron cinco manzanas de edificaciones y fallecieron 20 pobladores; esta devastación ocurrió mientras el Gobierno y la guerrilla adelantaban los "diálogos de paz" del Caguán (06/12/00).
Tras dos décadas de conflicto, la Fuerza Pública desterró a los insurgentes y "paracos" de la región. Se fueron los terroristas, pero dejaron las minas enterradas, como recordándole a ese pueblo que su huella sigue indemne, que el miedo sembrado todavía está dando cosecha.
Sin lugar para los errores
"Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre...", invoca el sargento Ever Quisaboni cada vez que sale de visitar a su familia, rumbo al campo minado.
"¿No pudo conseguir un trabajo ‘un poquito’ más riesgoso?", le preguntan con ironía sus seres queridos, pues el suboficial de 37 años es quien supervisa las tareas de desminado en Granada.
Con sus ojos negros verifica que cada desminador esté a mínimo 25 metros de distancia del siguiente, que avancen palpando la tierra como si estuvieran sobre un suelo de galletas, que con el mínimo suspiro se pueden quebrar.
"El tipo de mina que hemos encontrado en Granada es sencillo: una botella de vidrio enterrada, con explosivo R1 o anfo por dentro, y una jeringa en la parte de arriba. Puede amputar una pierna o causar la muerte, aquí hubo vecinos mutilados por esos elementos", dice el sargento nacido en Palestina, Huila. La cifra negativa va en 74 víctimas en la localidad.
De 2008 a la fecha, los desminadores han barrido 192.504 m2 en el municipio, encontrando cinco municiones usadas sin explotar (Muse) y 77 artefactos explosivos improvisados (AEI).
En Santa Ana, específicamente, la tarea empezó el 10 de agosto de 2010 y hoy avanza en las veredas Buenavista, Las Palmas y La María.
Uno de los líderes de escuadra es el cabo Fray Diego Manrique, de 28 años y natural de Baraya, Huila. Confiesa que cuando se graduó de la Escuela Militar de Suboficiales y le dijeron que lo iban a enviar a un batallón de desminado, preguntó: "¿Y eso qué es?".
Le tocó consultarles a los colegas y así se hizo una idea. "No he sido temeroso de los explosivos, les tengo respeto, porque el primer error puede ser el último", comenta.
Es el mismo respeto que le ha infundido a su familia el enfermero Miller, de 35 años y nacido en Andes, Antioquia. "Mi hijo de 10 años es consciente de eso, la vez pasada llevó al colegio una revistica de lo que nosotros hacemos, y le tocó hacer una cartelera. Él sabe el daño que hacen los artefactos y dice que no me quiere ver con un piecito mocho".
Las cicatrices de Santa Ana
"Desayune bien, porque allá en Santa Ana se muere un gato de tristeza", sugiere Ernesto Arcila, conductor del periódico, en un restaurante del centro de Granada, mientras la mesera sirve el calentao con el chocolate hirviendo.
A mi lado está el fotógrafo Donaldo Zuluaga, quien estuvo en el municipio aquel aciago diciembre del 2000, cuando tres frentes de las Farc lo redujeron a cenizas con cilindrosbomba. Tuvo que fotografiar los edificios hechos escombro, las caras de angustia, los cadáveres que sacaban en camillas y los policías con el uniforme empolvado, mirando al piso con impotencia.
Parado en una acera, junto al parque, Donaldo hace una panorámica con la vista: "La vez que vine, todo esto estaba en el suelo, ¡a Granada le dieron muy duro…".
Santa Ana está a una hora de distancia desde el casco urbano (22 km). El campero conducido por Ernesto se menea de lado a lado por una vía de fango y piedras, que parece masticada y escupida por el monte. Es de mañana y la niebla serpentea por el paisaje triangular de las montañas.
A medida que nos acercamos, las voces de la emisora se vuelven un chirrido inaudible, las vacas se asoman por las alambradas y aparecen las fincas coronando cimas imposibles, custodiadas por vírgenes y cruces de yeso.
"Estamos llegando a Santa Ana, se empiezan a ver las huellitas de la guerra, miren esas casas quemadas y abandonadas", señala Donaldo por la ventanilla. Los ojos se desvían hacia los esqueletos de un par de viviendas, sin techo y ennegrecidas por el hollín.
La bienvenida al corregimiento la da un aviso de fondo blanco y letras verdes, instalado junto a una cruz de unos tres metros de altura y una Virgen cargando a Jesús. Desde el montículo se aprecian la parroquia, los billares y la plaza central vacía. De allá nos llega el eco de una canción de grabadora, en la que un prójimo despechado lamenta sus pesares.
Basta dar un breve recorrido para constatar que aquí todavía hay heridas abiertas. Quedan pedazos de casas y establecimientos bombardeados, cuyos cimientos están siendo devorados por la maleza, y una pesadumbre que la gente parece arrastrar en cada paso.
De a poco van asomando los residentes, contando las desgracias que el conflicto armado les dejó. Al campesino Alfredo Quiceno, que se desplazó entre 2002 y 2004, le mataron "dos hermanos, dos cuñados y un poco de primos".
Recuerda que la guerrilla degolló a varios soldados en un puesto de vigilancia e instaló explosivos que despedazaron un helicóptero en pleno aterrizaje. "Fue en el filo de arriba, y volaron pedazos hasta acá abajo".
El hijo de Ana Ester Parra salió a comprar unos huevos y un grupo de militares le disparó (27/2/04). "Me arrodillé en la carretera y les grité: ‘¡Dios mío, me lo mataron y él no era guerrillero…’", narra la señora.
Ramón García, tío del tendero Germán García, fue a una residencia por unas cabuyas y apenas abrió la puerta, explotó (2003). "Era una casabomba. Quitamos los escombros y él estaba medio, la otra parte del cuerpo quedó a una cuadra. A un niño de seis años le cayó una pared encima y también lo mató", añade Germán.
Fue tan espantosa la guerra en Santa Ana, entre las Farc, el Eln, los "paras" y la Fuerza Pública, que en 2003 ya se habían desplazado sus 6.000 habitantes. Solo quedaron el párroco y seis feligreses, tal cual recuerda Maruja Galeano, dueña de una memoria providencial, a sus 77 abriles.
"Apenas quedaron el padre Jairo Vanegas y unos viejitos: Clara Mazo, Lolita Giraldo, Barbarita Noreña, Luzmila Castaño, Julita Tobón y José Guarín, que hoy está en un asilo en Granada", enumera la doña, escondiendo la pena tras unos lentes oscuros. "El padre les decía que se unieran y le rezaran una novena a la Virgen, que si los mataban, que fuera corriendo a rezar".
Maruja extiende los dedos temblorosos y exclama: "Me mataron a 22 familiares, se me parte el corazón de acordarme".
Hay esperanza
El alcalde de Granada, Fredy Castaño, señala que desde que comenzó el desminado humanitario, unas 800 personas han regresado a Santa Ana.
Las cosas van mejorando. Alfredo cuenta que antes le tenían miedo al Ejército, porque "llegaban tratando a todo el mundo de guerrillero y nos pegaban. En cambio estos de ahora son unos señores, gracias a mi Dios son atentos con nosotros".
Incluso Ana Ester, a quien los soldados del pasado le mataron a su hijo José Julián Parra, reitera que "hay que perdonar".
La comunidad abriga un sentimiento de gratitud con los funcionarios encargados de quitar las minas, y esa "vibra" es un bálsamo para ellos. "Cuando llegamos había unas cuatro familias apenas, es satisfactorio ver que la gente está regresando a sus tierras, a poder cultivarlas y caminarlas", acota el cabo Manrique.
De las 52 veredas de la localidad, 22 han sido registradas por la Compañía "A" y están en proceso de entrega parcial como libres de sospecha de minas; las otras 30, pendientes de investigación, según el capitán Fernando Barbosa, comandante del grupo.
Explica que para lograr esa certificación, después del proceso de desminado viene una inspección de la Organización de Estados Americanos (OEA) y un visto bueno del Programa Presidencial para la Acción Integral contra Minas Antipersonal (Paicma).
Barbosa reconoce que aún no es posible fijar una fecha para la entrega total de las veredas, pues cada mes retornan más civiles a la zona y reportan nuevas sospechas que toca investigar con paciencia.
Algunos campesinos, desesperados por su precaria condición, asumen riesgos. Pompilio Giraldo huyó por la guerra, a aguantar hambre en las comunas de Medellín, y a su regreso encontró "que todo estaba caído".
Obtiene el sustento de los cultivos de caña, yuca y plátano, y aunque sabe que todavía hay minas en el área rural, le puede más el estómago. "¡Si uno se queda con miedo, no come…".
Los desminadores conocen las necesidades de la gente y eso agrega presión a sus labores. Sin embargo, no pueden afanarse, sino explorar centímetro por centímetro.
"Me conmovió un señor que se voló un piecito por estar trabajando en un camino, sacando cañita. Me dijo que no sabía de nuestra existencia, qué él habría evitado meterse allá y nos hubiera llamado", anota el enfermero Miller.
Luego retoma la historia de aquel soldado con las vísceras salidas, en un paso obligado de San Francisco. "¡Su apellido es Monsalve y está vivo…". Aunque parezca increíble, hasta el más moribundo tiene esperanza de vida, como el pueblo de Santa Ana.
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