Recuerdo de mi adolescencia a una amiga que tenía seis hermanos varones, tres mayores y tres menores. Desde el primer día que la vieron llorar por su novio lo apodaron "Sámano": "¡Sámano llegó a recogerte!". "¡Al teléfono donde Sámanooooo!".
Era necesario estar en quinto de primaria o tener muy buena memoria para entender el alcance del insulto.
A aquel muchachito, que apenas le alcanzaban los pelos para una afeitada, lo comparaban con Juan José Francisco de Sámano y Uribarri de Rebollar y Mazorra, virrey de la Nueva Granada.
Insultar es, sin duda, una de las bellas artes.
Si hubiera un Museo del Louvre de la afrenta, Winston Churchill sería el Leonardo, y el siguiente episodio su "Gioconda":
Durante un discurso de Churchill en el Parlamento, una diputada de la oposición pidió la palabra. El Primer Ministro, que detestaba ser interrumpido, le cedió la voz a regañadientes. Ella interpeló:
- Señor Ministro, si Vuestra Excelencia fuese mi marido, yo pondría veneno en su café.
Con calma, y en medio de un silencio sepulcral, Churchill se quitó los lentes, y exclamó:
- Y si yo fuese su marido, me tomaría ese café.
Insultar es un acto quirúrgico que requiere destreza en el manejo del idioma, rapidez (si se demora, no pasa de ser un chorro de babas), libertad de asociación (para comparar, evocar personajes y momentos históricos) y, sobre todo, ternura. Nada tan corrosivo como el insulto proferido con la hiel del desamor.
Lo que pasa es que confundimos la descarga emocional de un madrazo con el acto agudo y certero de atravesar un corazón y alcanzar la dulce meta: ofender.
Hay insultos rebuscados, que rayan en lo incomprensible, como el pasaje de "La zapatera prodigiosa" que interpreté en la clase de español, a los once años: "¡Cállate, larga de lengua! ¡Penacho de catalineta!". En pleno acto, cuando parecía que fruncía el ceño con gesto de maldad, lo único que pasaba por mi mente era: ¿qué quiere decir catalineta?
("Catalineta: pez antillano. Pristimona virginicus, hemúlido". ¡Eso sí es insultar, Federico!).
La taxonomía del insulto incluye los de película: pelmazo, bastardo, papanatas, cabrón, patán, canalla, fanfarrón. De cómic: "Saco de plomo" (Condorito a Pepe Cortisona). De súper héroes: "¡Rediantres!", "¡Cáspita!" o "¡Santas catástrofes!" (Robin, ante las infamias del Guasón). De clásicos de la literatura: bellaco, malandrín, cafre.
Merecen un podio invertido los insultos que insultan a quien insulta... las afrentas o expresiones peyorativas que evidencian la mentalidad excluyente y cerrada de su emisor: "negro", "marica", "nenita", "infantil".
Pero hay un insulto maravilloso, mi favorito, el que por su procedencia se convierte en piropo. Uno agradece el ataque de un necio que hace alarde de erudición.
En el ser humano, la vida del insulto parece tener una estructura circular, casi poética. La más profunda ofensa termina donde comenzó: ¿Cuál es el primer insulto que profiere un niño de preescolar? "¡Bobo!". Me parece ver a mi abuela mirándome por encima del marco de sus gafas: "ahhhh? ¡mucho bobo!".
B-O-B-O. Cuatro letras condensan toda la miseria de la condición humana.
Por cierto, arrancó en firme la contienda electoral regional. La elegancia en el duelo no es precisamente el rasgo distintivo de nuestra clase política.
Entre tanto escupitajo ramplón, quedamos a la espera de algún dardo de oro.
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