El papel amarillento que me queda, forrado en un plástico incoloro de mala muerte, dice: "República de Colombia. Cédula de ciudadanía 6.789.434. Apellido: Hoyos Naranjo. Nombres: Juan José. Nacido: 21 de enero de 1953. Lugar: Medellín, Antioquia. Estatura: 1, 75 metros. Color: trigueño. Señales particulares: usa anteojos permanentes. Fecha de expedición: 21 de enero de 1974". Abajo aparecen mi huella dactilar y mi firma.
No hablo del viejo pasaporte verde, que no reciben ya en ningún aeropuerto sino para detenerlo a uno, ni del café, que tampoco sirve para nada. Estoy hablando de mi vieja y pobre cédula. Con ese papel miserable he vivido y convivido con notarios, curas, policías y agentes de tránsito durante unos 35 años. ¿Los lugares? Muchos, por mi profesión de trashumante. El último: estaba otra vez en Medellín y por orden de un banco tuve que fotocopiar la cédula varias veces, hasta que se viera el escudo del trasfondo. Yo le dije a la empleada que la aprobó: "¡Gracias: se ve el escudo de la república, pero no se ven ni el cóndor de los Andes, ni el istmo de Panamá!". Ella se rió pensando que le había tocado en turno el loquito del día.
Confieso que, aunque amo a mi país, detesto algunos de los que llaman sus símbolos patrios. No sé si la cédula está entre ellos. La primera vez que alguien intentó destruírmela fue en la Gobernación de Antioquia. La funcionaria, mirándome como una fiera detrás del vidrio de la taquilla, me dijo: "Este documento ya no es válido". Y antes de devolvérmelo, lo abrió en dos. Yo le arrebaté lo que quedaba. Me quedé con la mitad: el pedazo que quedó adherido al plástico. Con él me ha tocado tratar de sobrevivir. Colombia es un país demasiado cruel. Por esos años, ya no recuerdo por qué, fui a parar a un hospital. Estuve internado dos o tres semanas. Cuando salí, me dio por tomarme una fotografía a ver cómo había quedado. Enseguida recordé lo de la cédula. Fui a una oficina de la Registraduría y expuse mi caso. Esta vez, un funcionario diligente que, a pesar de mi nacionalidad, no me consideró un delincuente, me ofreció un asiento, tomó mis datos, y luego me puso en fila para la foto y todo lo demás. El documento dice así: "Contraseña". Le puso un sello, qué alivio en este país de sellos, que validó ese pedazo de cartón blanco por no sé cuánto tiempo. La firma todavía puede leerse: "Patricia Vélez Betancur, funcionaria de la Registraduría Nacional del Estado Civil". Copio el resto de los datos: "Fecha de preparación: 7 de mayo de 2004. Código: 08. Duplicado". Después aparecen mi nombre, mis apellidos, el lugar de mi nacimiento, el lugar de la preparación del documento y mi RH. Todo ratificado con un sello gris que dice: "Válido como documento de identificación". Abajo hay un código de barras que dice: *16493311* ¡Ay, Colombia, mi país amado, cómo eres de exacta para las actas! ¡No para las del Honorable Congreso de la República, sino para las actas de defunción!
Un tiempo después, casi indocumentado, iba para Ecuador. Me detuvieron en la puerta del avión. Un detective de nuestro benemérito Departamento Administrativo de Seguridad -DAS- me dijo, en la escalerilla: "Su cédula no es válida. Sí lo es su pasaporte". Yo le pregunté: "¿Por qué?" Él me respondió: "No se ve el escudo". No pude viajar.
No sé por qué en Colombia hay un Palacio Presidencial lujoso, un Capitolio lujoso, bases militares para nuestros soldados y aviones por lo menos decorosas. En cambio, las oficinas más miserables, con excepción de las cárceles, cosa que se entiende, son los juzgados, los hospitales, las escuelas y las oficinas de la Registraduría del Estado Civil. Cosa que no se entiende. En diciembre me informaron que a partir de enero yo ya no existía como ciudadano si no tenía una nueva cédula. La bendita cédula que espero desde mayo de 2004. Asustado, consulté por Internet. El sistema me respondió que "el plástico" ya se había producido. Además, me advirtió que no fuera a solicitar un nuevo documento porque el sistema me lo anulaba.
Hoy, como ciudadano de este país de leyes, por fin he comprendido que soy un indocumentado que no puedo votar, aunque todavía no sé si quiero hacerlo. Para mi consuelo, el Registrador Nacional dijo que en las próximas elecciones van a poder votar hasta los muertos porque el gobierno no le ha asignado a la Registraduría el presupuesto necesario para revisar el censo electoral. Eso me ha hecho pensar: el Estado colombiano no ha sido capaz de darme un documento válido de identidad en estos seis años que llevo luchando por conseguirlo. ¡Qué tristeza no poder votar en estas elecciones tan democráticas que se avecinan!
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