De la noche a la mañana, a Claudia Patricia Carreño de Gallo la vida se le convirtió en un martirio. Las aguas del río Bogotá arremetieron contra su municipio para poner a prueba su amor por el campo y de paso quitarle la sonrisa.
En un albergue improvisado, junto a las colchonetas que ahora le sirven de cama, Claudia lamenta que la naturaleza se ensañe con Mosquera (Cundinamarca). A su casa, la finca Pencil -como lápiz en inglés, aclara-, le tocó la peor parte. El rompimiento del jarillón hizo que el agua arrasara con todo.
Esta mujer recia no llora a pesar de pasar por el peor momento de su vida. Acompañada de su esposo, José Edilberto Gallo, y de sus tres hijos, recuerda cómo el invierno la dejó con una nevera inservible y dos mudas de ropa.
"Vimos por televisión las inundaciones en otros lados, pero nunca imaginamos que también nos tocaría a nosotros. Perdimos lo poco que teníamos", comenta, mientras recuerda que el agua no le dio tiempo de salvar nada de su modesto patrimonio.
Atendiendo a un rumor que avisaba la tragedia, Claudia, seguida por dos familias de trabajadores que también vivían en la finca, empezó a resguardar en un zarzo televisores, colchones y cobijas.
El esfuerzo fue inútil, porque el nivel histórico del río Bogotá se sobrepasó. "No vivíamos tan cómodamente, pero teníamos nuestras cositas y las necesitamos".
Niños y mujeres fueron los primeros en salir de la zona. Los hombres tuvieron que quedarse sacando el ganado, por orden de sus patrones. El bienestar de 250 vacas, el patrimonio de otros, primó más que sus vidas. "Mi esposo, con varios trabajadores más, duró dos días llevando el ganado a una zona segura. Ese tiempo, de pronto, hubiera servido para salvar nuestras cosas", relata Claudia.
En un salón comunal del barrio Fontibón se alojaron por dos noches. "Éramos más de 25 personas", apunta Claudia, a quien la recia temporada invernal dejó sin hogar ni trabajo. Sin finca no hay vacas que ordeñar, ni comida por preparar, ni melaza para revolver.
José Edilberto, su esposo, agrega que en una lancha regresó tres días después para mirar qué se podía salvar, pero todo estaba cubierto por agua putrefacta. "Era imposible siquiera tratar de recuperar algo de lo perdido. El agua era como un ácido que se comió hasta la estufa, y las culebras empezaron a salir a buscar partes secas".
Ahora, esta familia recibe amparo en el Centro del Adulto Mayor de Mosquera, en un albergue donde calman el hambre y el frío, aunque la angustia por un futuro incierto nadie la calma. Junto a los Gallo Carreño se encuentran los Penagos, los Saldaña, los Sanabria, los Quevedo, los Morantes, los Pineda y los Castiblanco, a la espera de una solución definitiva.
Algunas familias damnificadas ya han sido reubicadas en fincas de Ubaté, Soacha y Facatativá, pero aún son varias las que viven sus dramas por cuenta de la furia del río Bogotá.
Las autoridades municipales les ofrecieron a Claudia y a José Edilberto trabajar en una finca en Duitama. No dudan de que ese es el empleo que les conviene, porque el campo es su hábitat natural, pero temen que una vez dejen el albergue queden de nuevo a la deriva.
"No sabemos si vamos a salir tal cual como llegamos, porque no conocemos a qué beneficios como damnificados tenemos derecho. Pero dimos la palabra y para Duitama nos vamos", añade Claudia, quien espera que su patrón en la finca Pencil -como lápiz en inglés- les envíe la liquidación por los años de servicio.
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