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El celular bullicio

05 de noviembre de 2008
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Adiós "mundanal ruido". Hace tiempos estamos por cuenta de la dictadura del bullicioso celular. Nos atropella en todas partes.

Hay tanto ruido de celular en la calle que los otorrinos están de moda. En entierros y primeras comuniones los acosan por recetas para curar la contaminación auditiva que genera esta moderna plaga de Egipto. Gracias al celular nos estamos llenando de fragmentos de inútiles historias ajenas. Las escuchamos en la claustrofobia del ascensor, en la incomodidad del metro, en la impunidad del sauna o del turco.

Cualquier almuerzo, algo o corrida de catre se interrumpirá varias veces para responder al intruso.

Suena el celular y sus propietarios, sin ninguna discreción ni piedad por el vecino, sueltan la lengua. Nos comparten penas y alegrías. Hacen negocios. Planean tumbadas. Confiesan cuernos propios o ajenos. Hablan bien o mal del gobierno. Cambian unas mentiras por otras.

Un gran damnificado por estas chácharas es el idioma. Hay conversaciones que le dañan a uno estilo, sintaxis y ortografía.

Quien escucha forzosamente, intenta desentrañar el maní de esas conversaciones para sacar algún provecho. Pero como sólo escucha una voz, apenas logra armar colchas de retazos sin sentido. A veces son múltiples las chácharas simultáneas que nos toca soportar a nuestro alrededor. Con los despojos de todas tampoco se hace un caldo.

Suena el dichoso ícono y la gente entra en trance. Hiperventila. Levita. Se cree sola en el mundo, dueña del universo. Asume que ese espacio que ocupa, a partir del inicio de la charla, es sólo suyo. ¿Y el prójimo? Problema suyo.

Provoca gritarles con el Rey Juan Carlos al petropresidente Chávez: "¿Por qué no te callas?"

Pero nadie se atreve a exigir silencio. El que esté libre de contribuir a este 'big bang' bonsái, que tire la primera piedra.

Pa' piores, el usuario asume que su interlocutor es sordo. Entonces le sube decibeles a su berrido para escuchar por los dos. Si es del caso, invocará "el libre desarrollo de su personalidad", o que se trata de "su" privacidad y puede hacer de ella un candelabro.

Para "aislarse", algunos hablantes cierran los ojos. Así no se perderán detalle.

Hasta los más encopetados personajes -incluidos los parlamentarios- suspenden actividades porque les entró una llamada. Si acaso, piden permiso. Dejan a la gente colgada de la brocha. El celular primero, las exquisitas maneras después.

El cacofónico aparato que suena a toda hora ha perratiado el diálogo, la junta directiva, la tertulia. Ha vuelto trizas la intimidad de quien acaso sueña con los huevos del gallo.

Necesitamos un cerebro quedado que reviva las clases de la Urbanidad de Carreño que incluya limitantes al uso del celular. Ojalá las empresas que ganan millonadas les incorporen un chip que bloquee la charla cuando haya más de dos o tres personas cerca del cachivache. ¿Cuál Bill Gates podrá defendernos?

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