Michel Foucault decía que la disciplina, cuando somete al cuerpo, lo hace tanto más obediente cuanto más útil, y al revés. Por eso el grafiti, una práctica insurgente por naturaleza, no ha podido subyugarse al poder de la institución.
A pesar de los intentos frecuentes del Gobierno por hacer contratos que patrocinen el arte callejero; siempre habrá rayones indisciplinados en la calle, creando debates desde la academia, el arte y la legalidad.
El grafiti no ha provocado solo al Estado, cuando ensucia muros y difunde mensajes de protesta. Ha retado también la técnica, las exigencias que supone catalogarse como artista, y a cualquiera que crea que la ciudad es un cuerpo común, que se debe respetar.
Los que manchan las paredes han respondido a estos cuestionamientos con más y más rayones. No lo hacen para solicitar un espacio entre sus valoraciones estéticas, sino para consolidarse como un contrapoder que es arte.
Pero, ¿cómo encontrar estético algo que irrumpe?
El grafiti encuentra su sitio en lo artístico porque se sale de lo preestablecido, volviéndose efímero, pero siempre atrayente. El grafitero es artista que corre, pero no de la ley: huye de revelar su rostro, y de quedar encarcelado en el reconocimiento.
El grafiti es arte porque es libre. Es libre porque las competencias de su autor no requieren estar certificadas. Incluso, es libre porque puede no tener autor. Es arte porque su principal técnica es no tenerla.
El grafitero es artista porque no busca prestigio, ni gratificaciones, ni siquiera una respuesta. El grafitero solo escucha el sonido del aerosol y de sus pasos veloces sobre el asfalto. ¿Qué importa que te vean, si igual vas a pintar? El arte no pide permiso. El grafiti tampoco.
En el momento en que esta actividad sea controlada o sometida a las condiciones de una institución, habrá una domesticación del cuerpo: del cuerpo de la ciudad que el grafiti interviene con ánimos de provocar al mundo. No importa el mensaje, ni el material empleado, ni el autor. El simple acto de rayar un muro significa querer romperlo.
Domesticar el grafiti sería impedir que se destruya el muro de los límites, el muro que separa lo que es de lo que puede ser. Sería subyugar un poder ante otro. Sería hacerle un mal a la institución, dejándola sin su gran opositor.
*Taller de Opinión es un proyecto de El Colombiano, EAFIT, U. de A. y UPB que busca abrir un espacio para la opinión joven. Las ideas expresadas por los columnistas del Taller de Opinión son libres y de ellas son responsables sus autores. No comprometen el pensamiento editorial de El Colombiano, ni las universidades e instituciones vinculadas con el proyecto.
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