El problema de la violencia intrafamiliar parece ser un barril sin fondo. No hemos acabado de lamentarnos del esposo que se ensaña contra su mujer cuando conocemos otra historia de ella contra su esposo o de ambos contra los hijos.
De la que no se habla mucho es de la de los hijos contra los padres. Tal vez porque es más sutil y porque no siempre hay garrotazos ni sangre de por medio, pero trae consigo dolores peores que los de un golpe físico. Es un desgarramiento profundo que tiene que ver con la ingratitud, hija de la soberbia, según Miguel de Cervantes.
No se trata de señalar culpables, que en todo caso, a los ojos de los psicólogos y de los maestros, siempre seremos los papás. No sé de nadie que se equivoque más, y de más buena fe, que un papá o una mamá. Habrá casos donde los padres hayan cimentado la tiranía de sus hijos y ahora ellos les cobren con desprecio o con violencia, pero si nos atenemos a la generalidad, muchos han crecido en hogares bien constituidos, con el afecto a flor de piel, el respeto por cargas y un modelo de autoridad equilibrado.
Injusto sería meterlos a todos en el mismo costal, pero algunos hijos son manipuladores de sus padres en la infancia, dictadores en la adolescencia y sus verdugos en la madurez. Dicen en psicología que sufren el síndrome del emperador.
No sólo son sus críticos más acérrimos sino que los miran por encima del hombro, con ojos rayados que desprenden signos de interrogación ante todo lo que dicen; apenas les hablan cuando necesitan algo, que generalmente es plata o las llaves del carro y pocas veces se toman la molestia de consultarles una decisión o de compartirles los eventos de su día a día. "Bueno", se consuelan los padres, "está estresado por los exámenes, la tesis o la práctica, pero ya volverá a la normalidad". Sí, claro, véales el afán...
Muchos de los hijos que ahora son "profesionales exitosos", tratan a sus padres con el desdén propio de los presumidos y se sienten tan brillantes que de noche alumbran. Una vez tienen el doctor antepuesto a su apellido se van de la casa, buscando la independencia soñada, pero el sueldo nunca les alcanza y la caja menor de los papás los tiene que sacar de apuros cada fin de semana; no se excusan si quedaron de ir a almorzar y no llegaron y un seco "te llamo más tarde, estoy ocupado", es la respuesta inapelable cuando la mamá quiere darles un saludo. Tampoco devuelven la llamada. La cortesía no alcanza para eso.
No soy amiga de pasar cuentas de cobro a los hijos, ni mucho menos de echarles en cara lo que se les dio, pero sí creo que su actitud déspota y prepotente no encaja con lo que sus padres hacen por ellos.
Sin embargo todo cambia cuando los hijos tienen a sus propios hijos. Entonces vuelven, llenos de humildad, posiblemente arrepentidos, a que sus padres les den una manito con la crianza de los niños. ¡Quién lo creyera!
Bien dice Cecilia Cardinal de Martín, ginecóloga colombiana: "Los hijos, al principio, te admiran, después te critican y después, si tienes suerte, te perdonan".
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