Cuando no es gentío lo que hay sino unos cuantos por ahí merodeando, se deja oír la orden: "Muchachos, ayúdenme a evacuar la gente y se vienen para abajo a organizar las sillas".
Son las 11:33 p.m., y ya no queda adentro ningún espectador diciendo "qué bueno estuvo el concierto", "se lució Raphael", "conserva la misma voz de siempre" o "movámonos a coger taxi antes de que salga todo el mundo".
Entonces, por fin se cierran las pesadas puertas de La Macarena.
El tumulto, la histeria, los 100 o más decibeles que retumbaron ante más de 6 mil personas, el humo artificial y el mejor recuerdo de las canciones románticas también se acaban de ir por esa puerta roja. Afuera paró de llover y toca esquivar el pantano.
Adentro solo quedan vacías las ya desordenadas sillas Rimax, un escenario sin alegría que más parece un esqueleto de hierro rogando que lo desarmen, envolturas y botellas en la arena, y afortunadamente ningún bolso o celular extraviado.
También quedaron un montón de muchachos que van de aquí para allá como toros que acaban de soltar. Algunos ya empezaron a apilar las sillas en torres de a 20, mientras otros, subidos en la tarima, comienzan a enrollar toda clase de cables incluido el del micrófono que hasta hace unos minutos empuñó nada más y nada menos que el Monstruo de la Canción.
Pero eso ya no parece emocionar a nadie. Lo que importa ahora es limpiar el espacio, desmontar el escenario y hacer balance.
Juan Carlos Grajales se acerca, como los demás meseros, donde el supervisor que les toma lista. Para Juan, que es la primera vez que sirve tragos en un concierto y está allí desde las cuatro y media de la tarde, le llegó la hora de partir.
También se irán pronto para la casa los 110 universitarios de UPB, Eafit, Universidad de Medellín y otras, contratados por Ticket Express para servir de acomodadores o en otras tareas logísticas y de seguridad, y que ahora están reunidos como una gran mancha de uniforme azul y verde escuchando la evaluación de su jefe.
Los que aún no tienen hora de salida son los 40 hombres encargados de montaje, luces y sonido. "Nos vamos hasta las siete de la mañana", calcula Juan David Palacio, gerente de Génesis Producciones, tan joven como cualquiera de los muchachos que tiene a cargo.
Juan David me cuenta que el escenario que ya desarman mide 16 metros de frente por 12 de profundidad y 12 de altura, y será transportado, junto con los equipos de sonido e iluminación, en ocho camiones de 16 toneladas cada uno.
"En Medellín sí hay con qué trabajar y deberían apoyar a las empresas locales", comenta este productor con amplia experiencia en conciertos (menciona los de Vicente Fernández, Miguel Bosé, Wisin y Yandel), quien hoy se siente satisfecho ya que el sonido del concierto estuvo impecable.
Mientras tanto, detrás de la tarima, un grupo de fortachones -y uno que otro flaco alentado- discute sobre la manera más acertada para bajar el piano, lo que ya se advierte como la operación más complicada de la noche.
Un error de cálculo podría costar caro y ninguno quisiera ser aplastado por el pesado instrumento que, a propósito, no es de Raphael sino alquilado en la ciudad.
Una mujer, la única presente, ha venido por él y vigila medio nerviosa que no le hagan ni un rayón. Sujetado con cuerdas y a la cuenta de tres, el piano baja por fin los escalones y es arrastrado con mimos hacia la puerta trasera para irse a descansar.
Las únicas que no se irán esta noche de La Macarena son las sillas Rimax, porque al día siguiente hay otro concierto, el de despecho con Darío Gómez, Johny Rivera y Pipe Bueno, y es otra la empresa que llegará temprano con sus hierros y aparatos para contar otra historia.
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