Fue un amanecer infame. Llovía y llovía, no paraba de llover. Yo estaba en pie desde la madrugada, esperando que saliera el sol para ir a darles de comer a los peces. Un oficio nuevo que me ha cambiado la vida. Octavio vino en medio del aguacero con la cara descompuesta: el lago estaba sin agua; la creciente había taponado con lodo las mangueras que llevan el agua desde el cauce de la quebrada hasta el lago. Me puse el primer suéter que encontré y como pude llegué hasta el borde del lago. Con excepción de los mataderos de reses en día de sacrificio, pocas veces en mi vida he visto un cuadro más atroz: peces agonizando con la boca abierta buscando aire donde menos lo podían buscar: en el aire.
Desde que nací en un barrio de Medellín en un enero de los años cincuenta, he sido siempre lo que llaman un hombre de ciudad. Solo vine a conocer el campo cuando tenía ocho años y fui con mi madre y mi hermano mayor, a visitar la tierra de mis abuelos en un pueblo perdido entre las montañas más lejanas del oriente de Antioquia. Ahora vivo en el campo y en el borde de este lago empecé a sentir la Tierra de otra manera gracias a los peces y, sobre todo, a Moisés.
Moisés es una tilapia roja nacida en la Estación Piscícola de la Universidad de Antioquia en San José del Nus. Desde que llegó a Betel junto con 200 tilapias más, he gastado buena parte de mis horas cuidándola. Maestra vida, cómo me has pagado esas horas al pie del lago. Vuelvo a la mañana del aguacero. Yo no sabía que la noche de los peces era tan larga. Que en el agua también se necesitaba la luz del sol para poder respirar. Cuando vi los peces agonizando, me preguntaba: ¿entonces los peces también pueden morir ahogados en el agua? Boca arriba, Moisés luchaba como un héroe por sobrevivir. Su buche de plata brillaba como el escudo de un gladiador bajo el cielo. Su boca se abría y se cerraba como si estuviera hablando, pidiendo clemencia yo no sé a quién. Sus branquias también se abrían y se cerraban, palpitando como un corazón agonizante, tratando de chupar hasta el último rastro de aire que quedaba en el agua.
Después de varias horas de verlo luchar contra la muerte en lo hondo de la quebrada, lo vi abandonarse y aletear y buscar la sombra debajo de una piedra. Ahí se escondió. Yo le dije, con rabia: ¡Ya no te podés morir! ¡Ya has luchado demasiado! Y lo cogí con una red y me lo llevé para una quebrada que pasa cerca del lago. Ahí siguió luchando. Yo lo animaba, cantándole desde una piedra de la orilla. Cuando encontró una pequeña cascada se puso a beber de ella como un hombre sediento. Lo acompañé en su agonía unas dos o tres horas.
Después lo devolví al lago para que muriera en medio de su gente. Apenas sintió el agua tibia Moisés aleteó, movió la cola, se hundió en lo más profundo del lago, lo atravesó de lado a lado y volvió a salir a la superficie en la otra orilla. Yo aplaudí. Oto, mi maestro de la Estación Piscícola me felicitó por lo que había hecho aunque me advirtió que me había faltado meterlo en un balde con agua y sal durante unos cinco minutos para ayudarle a recuperarse. En fin de cuentas, el animalito sobrevivió. Por eso desde una parte muy antigua de mi alma le grité: ¡Moisés!, que significa salvado de las aguas, y con ese nombre se quedó.
Hoy vamos a vaciar el estanque donde ha vivido Moisés por cinco meses. Es la ley de la vida el nacer y el morir, pero creo que él sobrevivirá otra vez. Porque no voy a dejar que nadie lo pesque y se lo coma. Confieso que le he tomado tanto cariño que hasta quisiera embalsamarlo como a un Faraón.
En todo caso, cuando ya no sea un pez de un lago de las cabeceras del río Nus, en fin, cuando Moisés ya no esté entre los vivos, yo lo recordaré como el pez que me dio sin palabras la lección más grande de amor a la vida que he recibido sobre la Tierra.
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