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En memoria del profesor Frank McCourt

23 de julio de 2009
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El pasado domingo 19 de julio murió en Nueva York el profesor Frank McCourt, quien convirtió el relato de sus propias experiencias de vida en una clase perdurable.

Tras treinta años de ejercer el oficio de maestro en condiciones diversas, McCourt, ya jubilado, vio la oportunidad, señalada en su hora por sus propios alumnos, de volcar en la página escrita esos relatos de una infancia desdichada, la muerte de tres hermanitos a pocos años de nacidos, la deserción del colegio autoritario y ajeno, la sobrevivencia en la calle, el abandono del padre alcohólico, la lectura en rincones mal iluminados de las húmedas noches irlandesas.

Mientras tanto, junto a su hermano el actor, montan un espectáculo teatral que se ofrece en los bares de amigos, con el tema invariable de la vida miserable en tiempos de la depresión económica y la guerra, tocado con ese humor negro que refulge como un rayo ante oyentes y lectores, hasta que los papeles se juntan, tras largas jornadas de trabajo, para dar a luz Las cenizas de Ángela, a sus 66 años de edad.

"¿Qué te tomó tanto tiempo? -Le preguntaban-. Estaba enseñando, por eso tardé. No en la universidad, donde se tiene todo el tiempo del mundo para escribir y otras distracciones, sino en cuatro escuelas públicas de la ciudad de Nueva York".

Fue el primero de una trilogía, seguido, a sus 69 años, de ¡Ajá!, sí lo es y, en 2005, de El profesor.

Este relato de una vida en las aulas inicia con la confrontación del dilema de enseñar o contar historias, que se despliega en la tarea de enseñar todos los días la lengua y la literatura, inmersa en el mundo de las vivencias, de las privaciones y anhelos, de las improvisaciones orales y complicidades cómicas de las familias temerosas del fracaso escolar de sus hijos.

Un legajo de excusas escritas a lo largo del tiempo habría de utilizarse como fuente de ejercicios de gramática, además de ensayos de escritura imaginativa.

Nada era ajeno para ofrecerse a la pasión del conocimiento: los objetos más cercanos, la caracterización de personajes célebres o anónimos, los incidentes menores en el aula, las vidas ejemplares. Solía repetir a sus alumnos el cuidado de la pasión por los detalles, según la cual un guiño es más que un guiño, describir es más que eso, es ya una interpretación, como lo admiraba en sus maestros: Mark Twain, James Joyce, Samuel Beckett.

Seguir estas huellas nos lleva a comprender no sólo la enseñanza como narrativa, sino también a practicarla, conscientes de ese juego sutil entre la inocencia y la experiencia, la improvisación y la prescripción, la vida de las emociones y la inteligencia.

Sea éste nuestro humilde tributo al profesor contador de historias, cuya lectura nos hace presumir que no estamos en la dirección equivocada cuando se trata de reconocer los logros y las realizaciones de los maestros de todos los confines del país, haciendo ver los rostros de seres consagrados a la invencible tarea de enseñar, a pesar de las adversidades.

No está mal que ellos también aparezcan en el escenario de los premios a los mejores, portando bajo el brazo el portafolio de las experiencias labradas pacientemente con los suyos, en innombrables instituciones educativas.

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