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Eso que llaman cotidianidad

  • Ernesto Ochoa Moreno | Ernesto Ochoa Moreno
    Ernesto Ochoa Moreno | Ernesto Ochoa Moreno
03 de septiembre de 2010
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El padre Nicanor, mi tío, es como un apóstol de la cotidianidad. Se lo dije y no le gustó el apelativo.

-Tú, sobrino impertinente, pareces un entomólogo al calificar a las personas. Como a los insectos atrapados, las clavas con un alfiler en tu colección de juicios personales y les pones una etiqueta.

-Pero considerarlo a usted, padre, como el gran predicador del valor de lo cotidiano no es una ofensa. Por eso vine hoy, porque estoy aburrido y quiero que usted me explique lo que alguna vez me dijo, que la única manera de derrotar el aburrimiento de cada día es vivir con plenitud lo cotidiano.

-Pues sí, muchacho. El hombre es por definición, por destino, un ser inmerso en la cotidianidad.

-Lo que no es precisamente un descubrimiento. Querámoslo o no, aceptándolo o a regañadientes, lo cotidiano llena la vida y la forma como enfrentemos esta realidad estará signando de satisfacción o de aburrimiento la existencia.

-Bien has dicho. Es más, la felicidad llega por este carril monótono y monocorde de cada día.

-Qué pena, tío, pero la felicidad no existe.

-Tal vez tengas razón. Pero si existiera, eso que llamamos felicidad, y también el misterio, el amor, la vacuidad, la plenitud, la alegría, la tristeza, la muerte misma, todo navega en el agua aparentemente estancada de la cotidianidad.

-Y, angustiosamente, padre Nicanor, en ese charco de aguas detenidas nos bañamos, nos refocilamos o, al final, no ahogamos.

-Esa actitud, hijo, es la madre del aburrimiento.

-Supongo que ahora viene usted, como buen consejero de confesionario, con el cuento de que hay que aceptar y resignarse.

-Pues sí, no hay otra salida. Pero no la aceptación que es sinónimo de resignación. No se trata de sumergirse irremediablemente en el marasmo gris de la monotonía, que es la tentación siempre presente, sino de dinamitar la cotidianidad con la vivencia entusiasta, y como tal, explosiva, del acontecer diario.

-No me convence mucho la fórmula, tío.

-Más de lo que nos imaginamos, el cada día es tierra minada de emociones en la que a cada paso puede explotar no lo inesperado, sino la gozosa comprensión de lo que todos los días se repite.

-Usted sabe mejor que yo que la cotidianidad está seca de asombros. Por eso aburre.

-El error, joven, es creer que la cotidianidad se rompe con lo inusual, con lo sorpresivo, de forma que la vida se convierta en una cacería de ensueños y utopías sin otra finalidad que ser infiel al presente y huir de lo cotidiano.

-Hasta razón tendrá, padre. Porque a punta de estos aburrimientos diarios, uno termina siendo un fugitivo de sí mismo, disimulando su desilusión detrás de cualquier parapeto mentiroso.

-Te voy a decir esto: el verdadero asombro, el que enriquece, no es el que se opera ante el milagro, sino el que adensa de ternuras inéditas lo que siempre traemos entre manos. El paisaje de todos los días, la casa de todos los días, el amor de todos los días, el trabajo de todos los días, el cansancio de todos los días. También el pan nuestro de cada día, por supuesto. Y las alegrías y las desilusiones de cada día.

-Gracias, padre Nicanor. Lo que le decía, el gran mérito suyo es ser el apóstol de la cotidianidad.

-No soy yo. Es el Evangelio, que es el vademécum para vivir sin amarguras esa santidad sin milagros ni arrobamientos que es la cotidianidad.

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