Estoy en una ciudad pequeña, de 240 mil habitantes, y a una temperatura de 2º C; de esas que aparecen con letra menuda en los mapas y a las cuales se llega por los dictados del corazón o por motivos de trabajo. Se llama Krefeld. Queda en Alemania.
A las 5 p.m. conduzco hacia la casa donde me hospedo; el semáforo cambia a rojo, y me detengo. A mi derecha, un niño en bicicleta. Las únicas partes de su cuerpo que se alcanzan a ver son la punta de la nariz, enrojecida por el golpe de la corriente helada; y sus ojos azules, casi transparentes. Lleva puestos un gorro, guantes, orejeras peludas, bufanda, chaqueta y pantalones corta-viento. Y un morral con placas fluorescentes, del que sobresale la punta de un pan baguete.
Por el invierno, el cielo está totalmente oscuro, y la iluminación pública encendida.
Mientras aguardo el cambio del semáforo, miro con asombro al niño de once o doce años, solo en la calle, al anochecer. Pasa a verde y arrancamos los dos, él a las carreras, y yo, a menos de los 30 kph exigidos en zona residencial. Ningún conductor se aproxima demasiado al ciclista, que ya no circula en un carril de ciclovía sino en la calle principal. En las cebras, por supuesto, los carros le ceden el paso.
Al llegar a mi destino, descubro que el chico vive al lado. Toca la puerta con afán, su mamá abre y le recibe el morral lleno de víveres, y le quita el gorro de invierno. Con un gesto cariñoso, despeina la melena color velita de su hijo.
Sí, un cuadro digno de una película de Spielberg.
De Krefeld conservo imágenes hermosas: las márgenes del Rin, los parques, la estación del tren, y su bella arquitectura Art Nouveau e Imperial en contraste con los museos Bauhaus. Pero la postal que guardo es la de ese niño en bicicleta. (Que se repite millones de veces, cada día, en diversos lugares del mundo).
Paso las fiestas de fin de año con la familia, regreso a mi país y, en el avión, una azafata me presta un periódico. La primera página de El Tiempo me remite a una noticia interior:
"El 12 de mayo de 1998, a eso de las 9:15 de la mañana, Blanca Judith López envió a su hijo a la tienda, a comprar una libra de costilla y unas papas para la sopa del almuerzo. Veinte minutos después, al ver que no regresaba, decidió coger el monedero y salir a buscarlo, pero nadie le dio razón de él. (?) Solo hasta la primera semana de octubre del año que terminó sus dudas se disiparon. La búsqueda terminó en el listado preliminar de muertos N.N. identificados de Medicina Legal".
Esto sucedió en una ciudad pequeña, de 510 mil habitantes, y temperatura promedio de 23º C; de esas que aparecen con letra menuda en los mapas y a donde se llega por los dictados del corazón o por razones de trabajo. Se llama Bucaramanga. Queda en Colombia.
... Repugna el optimismo con el que se anuncian los pronósticos del Fondo Monetario Internacional para Colombia en 2012.
¿Cómo definir el progreso de un país cuando crece la economía pero un niño (¡así sea uno solo!) no puede hacerlo?
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