La crisis que se cierne sobre Colombia, derivada del enfrentamiento entre el Gobierno y la Corte Suprema, es de inusitada gravedad. Pone en riesgo la estabilidad de las instituciones y puede tener efectos muy perturbadores sobre la economía. Si queríamos devaluación de la moneda, vamos camino a tenerla por cuenta de las negativas percepciones que los "mercados" ahora tienen sobre nuestro país. No obstante, mientras mayor sea la turbulencia también ha de serlo el esfuerzo para discutir con serenidad los temas políticos de trascendencia nacional.
La Constitución adoptada en 1991 fue el resultado de un admirable proceso de convergencia en torno a valores fundamentales. En su elaboración participaron tanto los partidos tradicionales como una formación nueva -el M-19- que por primera vez, y con justificadas aprehensiones, comenzaba a jugar dentro de la democracia. Una manifestación elocuente de este espíritu abierto fue la presidencia tripartita de la Asamblea por los líderes de las principales fuerzas que en ella participaron.
La ingeniería constitucional del 91 no fue la mejor. Los asambleístas acertaron, en términos generales, en el diseño de algunas entidades nuevas: Banco de la República, Corte Constitucional, tal vez la Fiscalía General. No tuvieron éxito -me parece- en la invención de otras: La Comisión Nacional de Televisión y la Defensoría del Pueblo. Y no les quedó tiempo, que yo recuerde, para un debate a fondo sobre la estructura del gobierno. Cabe, entonces, preguntarse: ¿Debemos persistir en el modelo presidencialista que adoptamos desde los albores de la independencia siguiendo el ejemplo norteamericano, o ha llegado el momento de dar un giro radical hacia el sistema parlamentario que se practica en Europa?
La elección directa del Presidente de la República y del Parlamento en comicios populares, para que sirvan durante periodos fijos y sin que ninguno de ellos pueda revocar el poder del otro, genera, en realidad, una hidra de dos cabezas: dado su origen ambos pueden proclamar que son "soberanos". Si las fuerzas políticas que ganan la contienda presidencial logran también las mayorías en el Congreso, y bajo el supuesto de una razonable disciplina parlamentaria, las relaciones entre las dos ramas políticas del Estado pueden funcionar de modo armónico. Por el contrario, si existen numerosos partidos, o se forman coaliciones ad hoc sin fuertes elementos aglutinantes, deviene probable una relación tensa entre Gobierno y Congreso que resta eficiencia al sistema y deteriora su legitimidad, ese evanescente sentimiento que permite a los pueblos sentirse bien gobernados.
En los Estados Unidos el presidencialismo funciona bien gracias a su sólido sistema bipartidista, complementado con dos reglas cruciales: el derecho del Presidente a vetar las leyes y a que el Senado, de ordinario, no vota sino que decide por consenso. Pero en América Latina funciona cada vez peor. Hoy es frecuente ver gobiernos paralizados porque no cuentan con mayorías parlamentarias que les permitan gobernar. Fue el caso, sin duda, de México bajo el Presidente Fox, como lo ha sido recurrentemente en el Ecuador.
Estos riesgos de ingobernabilidad son bajos en los sistemas parlamentarios, dado que el pueblo elige directamente al parlamento y éste, a su vez, el gobierno. Si la sintonía entre ambos se rompe, aquel puede votar la moción de censura, lo cual obliga al gabinete en pleno a renunciar, o éste puede convocar a elecciones anticipadas para buscar la refrendación popular de su mandato. Esta flexibilidad puede convenir en muchos de nuestros países.
De otro lado, el sistema parlamentario permite que gobiernos exitosos tengan periodos dilatados, tal como ocurrió con los de Felipe González en España y Tony Blair en Inglaterra. Por esta vía podríamos, tal vez, superar la dura confrontación en torno a la figura de la reelección presidencial.
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