Ni la corrupción es un fenómeno nuevo ni lo son los escándalos relacionados.
Pareciera que no hay gobierno que se escape del problema, aunque algunos intentan combatirlo y otros lo ven pasar. De manera que los colombianos hemos ido desarrollando piel de cocodrilo y no nos quitan el sueño, ni siquiera nos impresionan, los ocasionales destapes de ollas podridas aquí y allá.
Pero confieso que nunca antes, ni siquiera en los tiempos de ferias, fiestas y favores del 8000, había visto nada semejante a lo que ocurrió en Bogotá. Cuando creemos haber visto todo, algún involucrado suelta la lengua y lo que ya es un monstruo gigantesco y pestilente crece todavía más y se torna aun más hediondo.
Las recientes declaraciones de Emilio Tapia y Julio Gómez, contratistas ambos, perfilan poco a poco, a cuentagotas, la dimensión de la cloaca.
Lo que se montó en la capital fue una mafia, una pandilla de criminales, una sanguijuela de múltiples cabezas dedicada de oficio a robarles todo lo posible a los bogotanos.
No hubo sector en que no hubiera negociado: el eterno proyecto de metro, Transmilenio y el sistema de recaudo, las ambulancias y los hospitales, la Secretaría de Educación, el Fondo de Vigilancia y Seguridad, las basuras y el relleno sanitario, el acueducto, y por supuesto, la renovación urbana, la malla vial, las obras públicas y el IDU.
Ahí donde se rasca, brota la pestilencia, la presencia purulenta de comisiones, mordidas, amaños de miles y miles de millones de pesos.
El saqueo era sistemático, ordenado, permanente. Se planeaba desde la Alcaldía Mayor y extendía sus tentáculos a lo largo y ancho de todas las instituciones distritales.
La cúpula, Samuel Moreno y su hermano Iván, el abogado Álvaro Dávila, y los mencionados Gómez y Tapias, un par de fulanos de medio pelo convertidos en multimillonarios por obra y gracia del soborno.
Pero de ahí para abajo la nómina es extensísima: secretarios y funcionarios distritales, concejales (Gómez tiene pruebas contra quince de los actuales), los órganos de control en cabeza del personero Rojas Birry, exconstituyente y líder indígena, y el contralor Moralesrussi, funcionarios de la Fiscalía, senadores y representantes.
No era pues un negociado de oportunidad o un quiste enclavado en alguna entidad distrital. Era un vasto y extenso grupo criminal.
Habrá que estar vigilantes para que tantos y tan poderosos intereses no bloqueen las investigaciones. Y para que los jueces no se tuerzan a la hora de fallar.
Las billeteras de los involucrados no tienen fondo y está probado que ninguno tiene escrúpulos. Y habrá que presionar para que se llegue más allá, a los asesores que diseñaron los mecanismos para lavar el dinero de la banda y los "banqueros", acá y afuera, que se prestaron para hacerlo, a los políticos que los encubrieron y los patrocinaron, a las compañías extranjeras y nacionales que pagaban las mordidas.
¿Será posible que María Eugenia Rojas, en cuya casa se reunían su hijo Iván y los contratistas extranjeros, nada supiera? ¿Qué responsabilidad política le cabe a Ernesto Samper, que se empeñó en elegir a Samuel y en apoyarlo, y antes había nombrado a Iván ministro de Salud? ¿Habrá que olvidar que el Polo se dedicó a la defensa sistemática de Moreno Rojas, so pretexto de que era un perseguido de la derecha y de la prensa burguesa?
La corrupción no tiene ideología, por supuesto. Pero esta maquinaria putrefacta de criminalidad es toda de la izquierda.
Bastó con que llegaran al poder y han dejado a Bogotá en la ruina. Y no solo por los billones que se han robado, sino por el espectáculo de improvisación, burocratización y clientelismo con que han "administrado" la capital.
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Y mientras tanto, la tibia Canciller, que corrió para legitimar la fraudulenta elección de Maduro, calla frente a la violencia contra la oposición en la Asamblea Venezolana y apenas susurra, obligada y en privado, sobre las agresiones contra el expresidente Álvaro Uribe.
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