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La ficción del hipopótamo

15 de julio de 2009
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Hay una obra de teatro del escritor peruano Mario Vargas Llosa, "Kathie y el hipopótamo" (1982), en la que un hombre y una mujer se reúnen todos los días durante dos horas para mentir. Se parte de la hipótesis de que las aventuras de la imaginación enriquecen lo real y nos ayudan a mejorar la vida. "Si no soñáramos, ella parecería siempre incorregible; si no fantaseáramos el mundo nunca cambiaría". Durante ese tiempo Kathie, la jefe, y Santiago, el amanuense de ficciones, analizan en una buhardilla de París las relaciones entre la vida y la ficción.

El fin de semana, y aprovechando la coyuntura que desató el asesinato del hipopótamo prófugo de la Hacienda Nápoles, leí por fin esta pequeña obra que sólo conocía de nombre y cuyo lomo esperaba su lectura de la misma forma como los hipopótamos, sumergidos bajo el agua, apenas dejan ver su hocico, sus ojos y sus orejas por encima de la superficie.

La obra, como lo dije al principio, no es un tratado de hipopótamos, de hecho apenas en el segundo acto; es decir en la mitad del libro, aparecen en esos viajes de ficción por el África, los "hipos" en una aguerrida lucha por el amor de una hembra.

La cuestión es que en la medida que avanza la obra uno se convence más y más de que en esta vida es indispensable la ficción, no para entender sino para "soportar" la barbaridad del hombre. "Las maldades han convertido al mundo en un charco de pus", dice Kathie. Y tiene razón, porque si miramos a fondo lo que pasó la semana pasada, nos damos cuenta de que en Colombia no será posible solucionar un montón de cosas importantes si no resolvemos asuntos básicos de convivencia.

En este país violento, donde se le da bala al otro porque es distinto o porque aquel se fuma un porro y no hace "nada" en una esquina o porque pitó o porque "me ofendió con la mirada"; aquí, en este país sin esperanza donde envenenan los perros y los gatos, donde se mata un hipopótamo porque no se sabe qué hacer con él, nos hemos encargado por años de no resolver los problemas básicos sociales sino que somos expertos en matarlos, que no es lo mismo; tal vez porque se cree que así el problema deja de hablar cuando en realidad empieza a gritar con más fuerza. Que lo digan los desplazados que llegan a la ciudad, los ancianos que duermen en la calle, los niños que se mueren de hambre y no pueden estudiar, los desaparecidos que no despiertan de su tiro de gracia.

"Si no fantaseáramos el mundo nunca cambiaría", me queda sonando en la cabeza cuando cierro el libro. El problema es que a veces es difícil seguir fantaseando, cuando lo que pasa en esta tierra de sangre parece increíble.

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