Pasar a la posteridad, éste es el ánimo que agita el corazón de muchos hombres. Dejar una seña para después de la muerte, de modo que esta vida esforzada sea reivindicada aún más allá de su duración tacaña. La trascendencia como venganza contra el olvido está en la trasescena de los actos humanos.
Antonio Porchía lo supo decir en menos de diez palabras: "se vive con la esperanza de ser un recuerdo". Por eso se tienen hijos, por eso se ama a la mujer, se goza a los amigos, se escriben libros, se componen tonadas, por eso hay filantropía y mística y utopía.
Sabemos que nos llegará la muerte, y el solo hecho de saberlo nos da una forma de superioridad sobre ella. Los animales, de quienes se predica la nobleza, ignoran que algún día cesará el instinto y entonces están atrapados enteramente en la atarraya de estos instintos.
Al avizorar el día en que pertenezcamos más a la tiniebla de la muerte que a la semipenumbra de esta vida, queremos llevar a aquellos parajes desconocidos algunos fotones, un fósforo humano que nos oriente en medio de las brumas inmortales. Esa chispa está formada de recuerdos y únicamente nos la pueden aportar nuestros sobrevivientes.
La vida, así vista, es un proceso de edificación de grandes memorias. A tal vida corresponderá tal legado hacia los siglos venideros. Los enormes sabios antiguos, los filósofos, los fundadores de pueblos y de mitos, los conquistadores de los genios de la selva, perviven como monumentos egregios capaces de doblegar a Cronos.
De esta manera soportan una muerte más llevadera. Siguen viviendo sobre estatuas también deleznables, pero hechas de una sustancia mucho más sólida que la que acostumbra a devorar la muerte de los individuos. Son gigantes de amplísimos trancos que hoy duermen en la antigüedad clásica, mañana despiertan entre gasas medievales, para pasado mañana seguir empujando las preocupaciones de los astronautas.
A los castigados de la muerte nos queda el desquite de una larga memoria, habitada por seres queridos y también por desconocidos a los que llegue la resolana de nuestro paso por la respiración perecedera. En los submundos del Dante, los sufrientes solo averiguaban por quiénes se acordaban todavía de sus caras. La memoria entonces es el desagravio del polvo enamorado.
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