El balance es desolador. Estados Unidos deja un país en ruinas, saturado de violencias, carcomido por la división y se lleva de regreso a casa una de las derrotas más escabrosas en su larga historia de intervenciones en otros países. Así lo registran los medios de comunicación este fin de semana. Colombia, que en un extraño acto de nuestra política exterior apoyó a Estados Unidos en esta invasión, comparte la vergüenza.
En realidad la intervención norteamericana no ha llegado a su fin. Aún quedan en Irak 50.000 soldados que saldrán el año próximo. Pero la prensa internacional ha tomado la salida de las dos terceras partes de las fuerzas acantonadas en Irak como la aceptación de la derrota y la confesión de que Estados Unidos no ve la hora de terminar definitivamente la ocupación.
Barack Obama empieza a cumplir así una de sus promesas de campaña. No es para menos. Las críticas de Obama a la intervención de Bush en Irak fueron claves en la victoria del ahora presidente norteamericano. Incluso algunos analistas creen que se demoró demasiado en poner en marcha la retirada.
Bush no fue en todo caso el único gobernante afectado por la decisión de invadir a Irak. También la opinión pública les pasó una cuenta de cobro en su momento a José María Aznar y a Tony Blair, los líderes europeos que acompañaron a Bush en la terrible aventura. Todos fueron castigados electoralmente.
Les han cobrado la mentira: el haber acusado a Irak de poseer armas de destrucción masiva como principal argumento para la invasión, hecho que nunca pudieron demostrar. Les cobraron también la devastación causada, los seres humanos perdidos y los recursos sacrificados en esa lucha indigna.
La caída de Sadam Hussein es el único acto positivo que el mundo le reconoce a esta intervención. Pero a renglón seguido los medios de prensa señalan que el costo en vidas y en recursos para lograr este resultado ha sido descomunal. Ahora nadie se atreve a defender una operación que para tumbar un dictador causó una enorme destrucción en un país y cubrió de dolor a miles de hogares en los países que optaron por la invasión.
La cifra más incierta en la tragedia es la de iraquíes muertos. Algunos medios la calculan en 100.000 pero hay quienes dicen que pasa de un millón. Las demás son claras: 4.416 soldados de Estados Unidos y de sus aliados murieron en esas tierras lejanas, también 141 periodistas; Estados Unidos gastó cerca de dos billones de dólares a lo largo de la guerra; la confrontación produjo un millón de refugiados y un millón y medio de desplazados internos.
Las lesiones al derecho internacional y a los organismos internacionales fueron igualmente notables. Estados Unidos y sus aliados no sólo saltaron por encima de elementales normas del derecho sino que dejaron en ridículo a las Naciones Unidas y dividieron a Europa.
El balance crítico apenas comienza. En Estados Unidos ni las autoridades ni la opinión pública se atreven a meterse en un debate de fondo sobre la debacle. Tienen aún sobre sus hombros la guerra de Afganistán que amenaza con ser un desastre igual o peor. Hay más disposición en Europa para el debate y la discusión y de allí saldrán seguramente las mejores conclusiones sobre la primera gran confrontación del siglo XXI.
No voy a sugerir que el gobierno colombiano proclame su responsabilidad por haber apoyado verbalmente esta guerra y pida perdón a la comunidad internacional por el desafuero. Sería quizás un gesto tan estúpido como fue el apoyar esta guerra lejana y bárbara.
Pero no estaría de más que quienes en su momento aplaudieron la decisión se pusieran a pensar en las consecuencias trágicas de las apresuradas apuestas de guerra que se hacen en los círculos de poder del mundo. Sería muy bueno que reflexionaran sobre las arengas bélicas que en los últimos años se han hecho en nuestro territorio para tratar de comprometer a Estados Unidos en aventuras militares en la región suramericana.
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