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La vida para Lucas pasa entre mulas y caballos

31 de agosto de 2008
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Los Lucas pasaron a caballo del siglo XX al XXI. Aupados por su padre, Jorge Tulio Giraldo, descendiente de Lola Larga, la mujer que tuvo doce hijos en un solo parto, aprendieron a vivir con los caballos, a comer de ellos. Adicionalmente, también les dio en herencia ese apodo, Lucas, que nada tiene que ver con nombres ni apellidos.

A finales del siglo XX, los habitantes del Salado, en Envigado, todavía veían al padre y a los hijos de esa familia madrugar antes del alba, salir de su casa encumbrada cerca de los límites con Caldas y Sabaneta arriando recuas de mulas hasta las quebradas cercanas, El Salado, La Miel, La Ayurá, e internarse en las heladas aguas a extraer piedras, gravilla y arena para las construcciones.

Los veían bajar en la tarde con las bestias cargadas de racimos de plátanos, bultos de musgo y tierra de capote hasta la Plaza de Mercado.

Los sábados llenaban de mulas la entrada de la tienda La Primavera, en El Salado, pues era el día de hacer mercado y tomar algunos tragos, socializando sin prisa, negociando con amigos, mientras afuera sus pacientes jornaleras expresaban su descontento con coces al suelo y coletazos a las moscas que se embriagaban con el hedor emanado de un charco de orines.

Extinguidas esas actividades casi por completo, el viejo Jorge Tulio en uso de buen retiro, ninguno de los Lucas abandona los caballos ni las mulas. Su vida huele a miel de purga y cagajón.

En Cambalache
José Lucas, uno de ellos, cuida bestias ajenas.

Cuando se apeó de su caballo a este lado de la transición de los milenios, estableció su Pesebrera Cambalache. Y así, habitantes de la ciudad aficionados a los caballos, pero resignados ante la imposibilidad de tener a sus amigos equinos en el limitado espacio de su apartamento, acuden donde José Lucas a que él se los cuide.

Y su casa de paredes encaladas, zócalos y pilares color naranja, situada a diez minutos del parque central, en la entrada de la vereda La Catedral, quedó metida entre caballerizas por cuyas ventanas, con vista a la quebrada El Salado y a la serpenteante carretera que lleva a la capilla construida donde antes era la cárcel del mafioso Pablo Escobar, se asoman los nobles animales. Tal vez el rumor de las aguas les atrae.

Son nueve años de este oficio, dice. Su esposa, Consuelo, confirma que ella sabe muy bien cómo cuidar las bestias cuando José Lucas no está. Cuando debe alejarse temprano de casa para hacer algún negocio de caballos en Caldas o El Retiro o asesorar a algún amigo en la compra o la venta de algún animal.

A las seis de la mañana comienzan las actividades en Cambalache. Mientras ella despacha a John Fredy, el menor de los hijos, que va a estudiar en el Idem El Salado, José da el desayuno a los quince animales. Heno, del que viene en cubos disecados y comprimidos, porque, como él dice, los hierbales, como los que su familia tenía hace tiempos alrededor de la casa materna, se acabaron y en estos días saldría más costoso cuidarlos con hierba fresca. Cuelga el cubo de paja en un gancho colgante desde el tejado de cañabrava de la pesebrera, y el animal va halando las hebras con los dientes. También cuido y agua abundante.

Descagajonar cada "jaula", como dicen ellos, es lo segundo. Sin sacar el animal de su celda, recogen con pala el aserrín de madera y estiércol, que no faltará quien compre para abonar plantas.

Se le van las horas pasándole a cada bestia el rastrillo, una especie de cepillo sin cerdas con el que botan el pelo sobrante, al tiempo que reciben una caricia, esto sí por fuera de la "jaula" y frente a la casa, adonde los van llevando por turno. Los pelos flotan en el aire antes de caer al piso de cemento.

Lo más divertido es montarlos. Dos veces por semana salen de recreo por las montañas para que calienten y muevan el esqueleto.

De pronto, mientras hablamos, un auto se detiene frente a la casa. Unos hombres abren el remolque para que, por la misma compuerta que sirve de rampa, descienda un caballo café. Participó en la cabalgata de la Feria de las Flores y sólo ahora, ocho días después, regresa a su internado.

José sale a recibirlo. Lo pastorea suavemente para que pase sin temor el puente sobre el arroyo y va a atarlo en uno de los pilares que sostienen la pesebrera, junto al sitio donde su ayudante -un campesino del sector- está bañando un caballo bajo el Sol de agosto.

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