Después de escuchar alguna vez el llanto y las palabras de saliva seca de los campesinos desplazados de Pueblo Galleta, en Urabá, donde los paramilitares jugaron un partido de fútbol con la cabeza de una de sus víctimas, creí que no volvería a conmoverme e indignarme tanto. Pero este país parece no llegar aún al más hondo y oscuro de sus abismos.
El jueves pasado en la tarde me senté en la sala de una casa, en Itagüí, al sur de Medellín. Fui allí para entrevistarme con una más de las cientos de víctimas de las Farc. Un campesino recio, de manos gruesas, de voz paisana. Su relato tranquilo estaba desprovisto de odios, pero tenía en el fondo un timbre de tristeza y enojo. El 5 de agosto de 2011, la guerrilla le metió unos tiros en la cabeza a su hijo, en una curvita a 200 metros de la casa de la finca, en el municipio de Carepa. Ese joven era su orgullo. Así me hablaba de él: con esa altivez que le da a un padre levantar bien a sus críos. Al muchacho, de 21 años, se lo mataron porque el Ejército acampó en los alrededores. Entonces, vinieron algunas preguntas y algún diálogo previsibles con los uniformados. Nada más. Para evitar problemas, en el campo saben ver, oír y callar.
Pero las Farc aplicaron aquella sentencia simplista de disparar primero y preguntar después. Ese campesino joven y fornido descansa en cuatro tablas y su padre, que tenía tres pequeñas fincas que juntas sumaban 66 hectáreas, está hoy desplazado, durmiendo en un rancho de plásticos y latones, en una ramada de un municipio al occidente de Antioquia.
No acababa de desamarrar el nudo de la historia de su pérdida, cuando vino la parte más aterradora del relato. En su vereda hay dos cementerios clandestinos y un campo regado de dolores. Mi interlocutor recordó la muerte de otro muchacho, casi de la edad del suyo, que se llamaba Elcías David.
El hermano de Elcías se les voló a las Farc de sus filas y en represalia vino una tortura que parece sacada de libros de guerras medievales.
"Un grupo de milicianos de la guerrilla, al que en la zona conocían como ‘Los Alfa 8’, amarró a Elcías de un árbol tunoso. Y cada día, vivo, iban allí a cortarle pedacitos. Primero le arrancaron una oreja, después la otra. Luego un ojo, después el otro. Entonces un labio, después el otro. Después los dedos de una mano, después los otros. Y así, hasta que quedó el mero tronco. Elcías y su papá, Don Luis, vivían a una hora de mi casa. Eran muy trabajadores. Pero ese señor dejó todo y hoy deambula de pieza en pieza".
Aquel campesino luchador me dijo: "ese proceso en Cuba es de lobos con piel de oveja". Y recordé el malestar de tantas personas cuando la guerrilla aseguró que es víctima, no victimaria. Vaya memoria tan dislocada la que tiene esa gente.
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