La libertad exhibida en un burdel. Eso ocurre en un momento de La inmigrante cuando vemos a Ewa, la protagonista, disfrazada como la Estatua de la Libertad mientras Bruno, el proxeneta que hace también las veces de maestro de ceremonias del espectáculo, suelta un par de frases para atraer a la clientela.
No es casualidad el disfraz. La primera imagen de esta película es la verdadera Estatua de la Libertad en el horizonte, algo brumosa, como la veían, esperanzados, los inmigrantes europeos que escapaban de las penurias ocasionadas por la Primera Guerra Mundial (la historia transcurre en 1921) a una tierra que supuestamente era el lugar donde los sueños de progreso y justicia se hacían realidad. Es evidente la reflexión que sugiere James Gray, quien escribe y dirige esta cinta, contrastando las dos imágenes: una cosa son los ideales y otra muy distinta la dura realidad que deben enfrentar los que llegan a construir un destino en una tierra que no es suya.
Los valores terminan vendiéndose al mejor postor.
Cuenta James Gray en La inmigrante con su actor de siempre (esta es su cuarta película juntos), el gran Joaquin Phoenix, que logra apartarse del malo de opereta y construir un personaje complejo. Su Bruno es un tipo sin escrúpulos que engaña a Ewa desde que llega con su hermana a América, para introducirla a su negocio de prostitución, pero también es un "patrón" amable, que "cuida" a sus protegidas de los malos tratos que puedan recibir y vela por su bienestar a tal punto que todas hablan bien de él. Conforme pasa el tiempo, vamos viendo más facetas de Bruno, sin que nunca podamos definirlo del todo. Lo mismo ocurre con Ewa. Marion CotIllard, toda ojos y expresividad, logra dotar a Ewa de una dignidad que jamás pierde, ni en las peores circunstancias, a pesar de que sepamos que se odia a sí misma por aceptar el trato con el diablo. Entre estos dos personajes se forma una relación tortuosa, con la que Gray parece al final no saber qué hacer, tal como ocurre con el tercero en discordia, Orlando, un mago que trabaja en el club, que aparece de la nada como detonante de acontecimientos necesarios para que la trama avance, pero sin sustancia, como si estuviera hecho de humo.
La historia, que logra menos reflexión de la que prometía, es acompañada por una extraordinaria fotografía (¿hace cuánto no veían sutiles desenfoques intencionales en los bordes, que imitan el acabado de las fotos de la época?) del maestro Darius Khondji, que hace de varios planos (no se pierdan el último, que es fantástico) un deleite para los ojos y por una música bella e inquietante, que nunca es feliz plenamente, como la realidad que retrata la película. Puede que no logre "La inmigrante" todo lo que se propuso, pero sus debilidades no logran opacar un intento valiente por cuestionar esos relatos míticos de extranjeros que triunfan en otra tierra, que casi siempre olvidan, como por vergüenza, el lado más cruel de esas historias que formaron y forman nuestro continente.
Pico y Placa Medellín
viernes
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