Entre los melómanos y coleccionistas, y en general entre los que amamos la música, hay una especie infame: la de quienes quieren tener en su estudio todas las canciones y álbumes exitosos y raros, sin comprar un solo disco. Sin pagar un peso por nada.
Lo peor es que los cambios de la industria discográfica y cultural les están haciendo el juego: la mar de la piratería del CD, del MP3 y de las descargas por internet están engordando como nunca a esos parásitos que se gozan las colecciones y los catálogos ajenos, pero que a la hora de pagar por un disco se esconden a leguas. Adoran la aguja y el láser de su tocadiscos, pero aborrecen el detector infrarrojo y el plato de la caja registradora.
Ayer en el diario El País se advertía que las ventas de música en España cayeron un 17 por ciento el año pasado, en relación con 2008. "A escala mundial -agregó el periódico ibérico- las ventas se han desplomado un 30 por ciento entre 2004 y 2009". La estadística señala que uno de cada cuatro consumidores de música en las redes digitales no gasta un peso.
Me parece plausible la masificación de la música que permite internet, sobre todo si esos artistas y obras llegan a capas sociales e individuos que no pueden comprar un disco porque automáticamente descuadran el presupuesto familiar. Celebro, también, que estas pistas paralelas obliguen a las transnacionales del disco a moderar los costos exagerados que le impusieron por años a la clientela, con tan pobres beneficios para los músicos y sus creaciones.
Pero me parece detestable que esta "copialina desbordada" sirva de charco, de caldo de cultivo a esas sanguijuelas que disfrutan chuparse el torrente musical de los coleccionistas pacientes y dedicados que, además, pagan generosamente por las creaciones que componen los autores de su predilección.
Lo más curioso es que es el mismo formato el que por años les ha permitido sobrevivir a estas aves de rapiña de la cultura musical: ayer eran felices grabando casetes con los vinilos ajenos y hoy se llenan de placer "quemando" discos compactos que, al por mayor, valen menos de medio dólar. Ellos (estos gallinazos del tango, el rock, la clásica, la salsa, los boleros y demás géneros) tienen un poderoso detector que les permite saber cuándo y qué disco acaba de comprar su amigo/víctima coleccionista. Es extraño, pero casi siempre se aparecen cuando uno está destapando alguna nueva adquisición.
Cosa grave. Hay cierta alcahuetería cultural que les facilita salirse con la suya. Tener una biblioteca de libros piratas o armada con fotocopias resulta aborrecible, incluso de mal gusto, pero a ellos nadie de su círculo social los sanciona por acaparar música y ostentar colecciones hechas con el esfuerzo y los discos de los demás.
La verdad, me da piedra que en este caso la tecnología sirva para escampar y perpetuar a esa especie de "chulos de la música" que solo sabe picotear las piezas ajenas. Además, porque suele suceder que la única vez que compran un disco original y uno comete el disparate de pedírselos prestado, ellos responden: "voy a buscar bien, es que no lo encuentro". Como si fuera muy difícil detectar algo original entre tanta falsedad.
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