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LOS QUE ENGORDAN A NUESTRA COSTA

  • LOS QUE ENGORDAN A NUESTRA COSTA
21 de julio de 2014
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En lo más profundo de la Gran Depresión, allá por 1930, el economista británico John Maynard Keynes pronosticó 100 años de expansión acelerada en las naciones industrializadas hasta incrementar la renta per cápita entre cuatro y ocho veces. Keynes también vaticinó que, gracias a ese vertiginoso crecimiento de las economías occidentales, nuestras necesidades básicas estarían cubiertas, con lo que haría basta una jornada laboral de tres horas para vivir como un marajá.

La primera predicción no solo fue acertada sino que se quedó corta, pero en lo que respecta a la segunda no pudo ser más desacertada. Y eso que, según todas las variables, debería de haberse cumplido si los sueldos se hubieran adecuado de forma generalizada a la productividad de los trabajadores y no siguieran estancados en jornadas laborales extenuantes. A eso se debería añadir que Keynes no contaba conque las necesidades básicas de ciudadanos de los países desarrollados iban a incluir vacaciones en la playa para toda la familia, dos o tres automóviles (uno de ellos un todoterreno para circular por la ciudad), todo tipo de cachivaches electrónicos cuya renovación es perentoria cada quinquenio a riesgo de quedar marginados y al menos una cenita con trago incluido por semana. Así que, a más necesidades superfluas, más horas de trabajo echamos por mucho que pudiéramos vivir con la mitad. Pero, ¿quién no quiere pegarse un viajecito a Europa o al Caribe de vez en cuando? ¿Hay alguien que prefiera un catre a una cama king size con sábanas de hilo egipcio o un hostal cochambroso a un cinco estrellas? Haberlos, los habrá, porque es sabido que hay más bobos que botellines de cerveza, pero la mayoría de los mortales somos unos sibaritas. Que nos acostumbramos a lo bueno echando leches, vaya. Y con eso, Keynes no contaba. Tampoco contaba con la permanente obsesión del ser humano por aparentar más de la cuenta. Según los estudios del economista Robert Frank a la mayoría lo único que nos preocupa es tener más que los demás, sea lo que sea. Así que la vida laboral se convierte en una escalada armamentística en la que nuestro ocio pasa a un segundo plano. Esto es así e incluso peor en los países menos desarrollados, donde las jornadas de trabajo comienzan a las 7 de la mañana y concluyen bien entrada la noche.

Más recientemente, los radicales del decrecimiento –una peregrina teoría económica que apuesta por producir, crecer y consumir menos– apuestan por redistribuir el trabajo en jornadas más escasas para abrir el mercado laboral a quienes no tienen empleo. Lo que no explican estos santurrones es quién demonios va a renunciar a la mitad de su salario por solidaridad cuando a nosotros nos aprietan en todos los frentes –desde los bancos a las compañías de seguros, las de electricidad, gas y agua y, por supuesto, las administraciones públicas que nos cobran hasta el aire que respiramos–. Pero el que se lleva la palma no es otro que el mexicano Carlos Slim. El hombre más rico del mundo, a quien Dios guarde muchos años, se le ha metido en la sesera que la solución a todos los problemas es que trabajemos 11 horas al día pero sólo durante 3 días a la semana. Cojonudo. Si la mayoría de los mortales las pasa canutas para llegar a fin de mes con jornadas de sol a sol, imaginen el futuro. Nuestras ya escuálidas nóminas quedarían sumidas en la anorexia, pues no creo que el bueno de Slim vaya a pagarles a sus trabajadores de Telmex lo mismo por trabajar siete horas menos cada semana. Según el magnate de las telecomunicaciones, con esta medida nos quedaría tiempo para el ocio, la familia y para reciclarnos. Eso si el pluriempleo para ganar lo mismo que antes nos deja respirar. Detrás de todas estas fórmulas solo se esconden recortes de salarios uno detrás de otro y ya es hora de poner freno a este abuso. Mientras los ricos son cada vez más ricos, a la clase media se la exprime sin medida. Están engordando a nuestra costa.

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