Cuando yo era una niña, la llamaba Totoya. De la mano me llevaba al primer prekínder que debió haber en el Medellín de principios de los años 50. Ella defendía que yo, pequeña siempre, jugara croquet, y me entrenó en badminton. Recuerdo mi ilusión infantil cuando me midió el vestido de damita de honor de su matrimonio con Alfonso, me convenció del sencillo peinado de mi pelo corto y lacio e intentó enseñarme a caminar. También me llenaba de alegría cuando volvía a Medellín, pues desde su matrimonio se radicó en Bogotá. Ella me enseñó a bailar marcando el compás: "Uno, dos, uno dos; un, dos, tres, cuatro. Adelante, atrás, suéltese, sienta la música". Mi primer viaje en avión fue al bautizo de Daniel, su hijo mayor, que nació el 17 de febrero de 1956. Era mi quinto sobrino y yo tenía apenas 9 años. Después nacieron María Teresa, Isabel, Andrés y Martha. Recuerdo el abrazo de Juan y María Victoria cuando murió Bertha Lucía en un absurdo accidente de tránsito ocurrido a pocas cuadras de nuestro hogar. Los tres habían nacido uno detrás del otro y con esa muerte se desbarató el trío que Dios quiso que compartieran edad, terruño y pilatunas. Ese momento nos marcó a todos, pero fue María Victoria quien notó con más fuerza que su hermana menor preadolescente, había sumado, a los dolores de la edad, un dolor inmenso y distinto.
Después de una temporada en Rionegro, Alfonso y ella me llevaron para Bogotá hasta que volví al colegio en febrero de 1959. Hacía poco habían comprado su primera casa en el barrio El Polo. Recuerdo que para ir al Carulla de la 85 con 15, caminábamos por mangas llenas de rosas pequeñas y cogíamos un ramito, cruzábamos la autopista y, después de mercar, tomábamos un taxi para volver a la casa. En medio de las caminadas, los juegos con los niños, el turismo y el scrabble y, sin darme cuenta, me fue preparando para pasar de niña a mujer.
Más tarde, cuando mis papás estuvieron un tiempo entre Bogotá y Medellín, yo iba mucho al que todavía se llamaba Distrito Especial. En ese entonces nació Andrés quien, de pocos meses, quedó, junto con María Teresa, bajo la tutela de sus abuelos Gómez. Alfonso y María Victoria habían tenido que llevar a Daniel a un hospital de la Zona del Canal de Panamá. Después nacieron Isabel y la menor, Martha, que nos tiene como padrinos de bautizo a Daniel y a mí.
Pasaron los años y yo fui sumando lecciones de vida a su lado. Ella era más periodista que su hermana menor. Trabajamos juntas. Paseamos juntas. Hablamos mucho. Lloramos y reímos juntas.
María Victoria murió hace hoy un mes. Fue una mujer excepcional. Se comunicaba con la mirada. Era de pocas palabras, mucho amor y un humor inteligente. Tímida y reservada, daba a quien se lo pidiera, en el trabajo o en el hogar, el consejo preciso en el momento preciso. Nunca se quejó por la ausencia física de sus seres más queridos, especialmente sus hijos Isabel, Daniel y María Teresa, quienes con Bertha Lucía y todas las otras estrellitas que tenemos muy cerca de Dios, salieron a darle la bienvenida en aquello que los católicos llamamos Cielo.
María Victoria vivió un año más, después del llamado del Señor. Dejó un hombre viudo, Alfonso, y muchos huérfanos, no sólo a Andrés y Martha sino a Alberto, María Gabriela, Laura, Miguel, Sofía y María. Dejó huérfanos a quienes fuimos en esta Tierra sus hermanos, sus compañeros de trabajo, sus empleados y sus amigos. Ella fue uno de esos pocos seres humanos que se recuerdan por lo que hacen, lo que dicen y lo que son: Un ser humano esencial. La suya fue y seguirá siendo una dulce y silente compañía.
Ana Mercedes Gómez M.
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