El bar es pequeño y acogedor. Está en un piso que se eleva un metro y medio sobre el nivel de la calle. Es una terraza desde la que diviso la cancha de fútbol del barrio Popular 1, en pleno corazón de la Comuna 1, zona nororiental de Medellín. Más allá, en la hondura del horizonte, descubro las luces de las avenidas de la ciudad llana y distante.
El jazz latino suena primero en el tocador de discos compactos y luego adentro, en un pequeño salón, en los instrumentos de una banda de músicos jóvenes que se llama Jam Fusion Jazz.
Son las 8:50 de la noche. Hace algo de frío. Una hora más tarde, el bar, que se llama La Ponce, comienza a llenarse. Llegan músicos, pintores, un par de periodistas, gente de la política, parejitas del barrio, muchachos de la barriada de esas lomas de la periferia de Medellín. En las entrañas del sitio se revuelve una fiesta cálida, fraterna, tranquila. Sin asomo alguno de violencia alrededor.
Recuerdo que en aquellas cuadras y vecindarios tropecé, entre 1992 y 2004, con buena parte de la fauna criminal que mantuvo bajo sitio a los moradores de la zona nororiental y de otros rincones de Medellín. Milicias populares, bandas de sicarios, comandos paramilitares y algunos agentes corruptos de organismos de seguridad del Estado que atizaban la guerra.
Wilson Soto y Alexánder Martínez, propietarios del bar, me observan que su proyecto cultural y comercial "aguantó la violencia" que se llevó a cientos de muchachos llenos de bríos, asaltados por las contradicciones de un conflicto social, político y económico que se incubó por años ante la mirada indolente y fría de gobernantes locales y nacionales.
Ellos y mucha otra gente se empeñaron en no dejar su barrio. A pesar de las balaceras, de las extorsiones, de los muertos inocentes. A pesar de aquella cruz pesada que les tallaron a plomazos.
Fabián, un carpintero joven que me acompaña, también me ha mencionado los nombres de jefes milicianos, pillos y paramilitares caídos en esa guerra espiral que envolvió cada día, cada mes y cada año de la vida comunitaria allí.
Sé de qué me habla: a veces los grupos armados daban entrevistas en solares y callejones, en sótanos y locales oscuros. Y todos en el barrio veían a aquellos personajes envalentonados transitar por la calle con changones, pistolas y subametralladoras en la mano. En un juego de pistoleros, pero de verdad.
En contraste ahora escucho a los muchachos del ensamble de jazz, que lanzan sonidos de tambores y le hacen cosquillas al público y a la barriga del local, estrecha y llena de alegría.
Siento que la vida aquí, poco a poco, recupera su valor sagrado. Y hago lo que siempre: bailar con alguna nena del barrio y luego estrechar las manos de un montón de muchachos que me duelen. A los que llamo "panas" y a los que siento muy cerca de mis afectos porque tenemos mucho en común: vivimos bajo el cielo de la misma ciudad, extrañamente bárbara y cariñosa.
Pico y Placa Medellín
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